El “código” Benedicto XVI: Fanatismo, terror, anticomunismo
No es casual que se produzca la visita papal a uno de los países europeos de mayor tradición católica, pero donde esta declinó de manera importante, con una juventud que según todas las encuestas ya no se identifica mayoritariamente con la religión católica. Dicha visita se produjo, tampoco por casualidad, en uno de los países europeos donde más agudamente se siente la crisis, donde nació el movimiento de los «indignados» que ha adquirido una amplitud internacional masiva; y donde, implícita y cada vez más explícitamente, el cuestionamiento del sistema capitalista está cobrando fuerza, junto a la búsqueda de una alternativa revolucionaria que lo sustituya.
El desarrollo general de la sociedad, la cultura y los avances científicos, reducen paulatinamente la necesidad de una explicación fantástica y mística a los hechos ordinarios y extraordinarios que rodean nuestra existencia. Por esa razón la jerarquía eclesiástica, con el Papa a la cabeza, se ve obligada mantener una presencia constante en la sociedad con un doble objetivo: incrementar el terror en los fieles para que no renuncien a Dios y reforzar el carácter “divino” de la casta sacerdotal, su apar apariencia “sobrehumana”. La jerarquía eclesiástica, además de servir como policía espiritual de los ricos, necesita justificar su papel en la sociedad ante las masas para perpetuar los privilegios materiales que la sostienen.
Fanatismo, terror, antisocialismo
El giro fundamentalista de la Iglesia Católica, iniciado durante el papado de Juan Pablo II y profundizado con Ratzinger (Benedicto XVI), no debe escapar a la atención y la crítica de los socialistas revolucionarios.
Estamos obligados a desnudar los intereses de clase que se esconden detrás de cada proclama reaccionaria del Vaticano y de muchos preceptos ideológicos y doctrinales que sirven al interés de los opresores, aunque superficialmente no parezcan tener una relación con la lucha de los oprimidos.
Iglesia y Capitalismo
La Iglesia católica, como otras religiones, dice a sus fieles que no busquen un mundo mejor, más justo y humano aquí en la Tierra, sino que aspiren a la salvación eterna en el “otro mundo”, cuando estén muertos. Esto conviene a los intereses de los explotadores.
No es casualidad, entonces, que el capitalismo recompense tan espléndidamente a la Iglesia y otras religiones. En los países de tradición católica, como el nuestro, los gobiernos aportan miles de millones a la caja de la Iglesia, que además está exenta de pagar impuestos pese a su descomunal riqueza patrimonial e inmobiliaria. En todos los países la Iglesia invierte en la Bolsa y toma parte en el capital accionarial de muchas empresas. La capa superior de la casta sacerdotal (obispos, cardenales y papas) goza de un nivel de vida similar al de los altos funcionarios del Estado y de los empresarios.
Si la Biblia afirma que no se debe morder la mano que te da de comer ¿por qué razón la Iglesia debería ser ingrata con los capitalistas y sus gobiernos?
Pero la jerarquía eclesiástica, además de servir como policía espiritual de los ricos, necesita justificar su papel en la sociedad ante las masas para perpetuar los privilegios materiales que la sostienen y la nutren.
Su problema es que el desarrollo general de la sociedad, la cultura y los avances científicos, reducen paulatinamente la necesidad de una explicación fantástica y mística a los hechos ordinarios y extraordinarios que rodean nuestra existencia. Por esa razón la jerarquía eclesiástica, con el Papa a la cabeza, se ve obligada mantener una presencia constante en la sociedad con un doble objetivo: incrementar el terror en los fieles para que no renuncien a Dios y reforzar el carácter “divino” de la casta sacerdotal, su apariencia “sobrehumana”.
Seres humanos empequeñecidos
Como Dios no es un ser tangible que se haga presente en la vida cotidiana de las personas, sino a través de la imaginación y de la sugestión, es necesario colocar un “mediador” entre ambos. Esta es la posición que se atribuye la casta sacerdotal que, en el caso del catolicismo, alcanza su cota más elevada bajo la forma de un rey divinizado, como Papa.
Para la Iglesia, y otras religiones, el ser humano nace “pecador”. Esto no es sorprendente. La Iglesia siempre trató de castrar en favor del Dios bíblico las mejores cualidades humanas. Para ella, la bondad, el amor, la amistad, la solidaridad, la cooperación, no son inherentes a los seres humanos. Nos fueron otorgadas por Dios.
Su objetivo es conformar personas desvalidas, desgraciadas, sufridoras, abatidas, conformistas y resignadas.
Cualquier acto humano que ponga en cuestión la intervención divina es juzgado como un crimen contra Dios. Así, la condena católica del “suicidio” no tiene nada que ver con la reprensión moral del hecho, sino con el principio de que el derecho a la vida y a la muerte “pertenece” a Dios, y ningún individuo puede atribuírselo. Lo mismo se aplica al rechazo doctrinal de la Iglesia al aborto.
Anular la voluntad y el conocimiento humanos que tienda a expresarse fuera de la religión, ese es el cometido de toda casta sacerdotal privilegiada; sea católica, evangelista, judía, musulmana o hindú. Esto explica la oposición de la Iglesia, y otras confesiones, a los avances científicos. Oposición que alcanzó su clímax en la Europa del Renacimiento, cuando muchas de las mentes más brillantes de la época tuvieron que pagar su osadía bajo el hacha del verdugo y en el fuego de las hogueras.
¿Por qué esta insistencia en reducir la voluntad y el pensamiento independientes de los seres humanos a su mínima expresión? Si éstos descubren su humanidad en sí mismos; si encuentran en la naturaleza y en la sociedad donde se desenvuelven las causas y los fines de su existencia, entonces la necesidad de Dios sería superflua y, con ello, la justificación de una casta parasitaria de sacerdotes que debe su existencia y sus privilegios al miedo y a la mezquindad espiritual que insuflan cotidianamente en millones de seres humanos.
¿Por qué razón el Papa Ratzinger reintrodujo las misas en latín con el sacerdote oficiando de espaldas a sus feligreses? La utilización del latín, incomprensible para casi todo el mundo, tiene el objetivo de empequeñecer y disminuir la autoestima del creyente para agrandar y “endiosar” al sacerdote. La lengua ya no sería el vehículo de comunicación del cura con sus fieles, sino de aquél con el mismísimo Dios, porque ¿quién si no Dios comprendería la “extraña” lengua empleada por el sacerdote?
El mantenimiento del “celibato” tiene el mismo objetivo: reforzar el carácter “no humano” del sacerdote, su pertenencia a “otro mundo”, independientemente de que encontremos en la estructura eclesiástica la escuela más refinada imaginable de hipocresía y de corrupción sexual.
Y qué decir de la proliferación de santos. No es casualidad que durante el papado de Juan Pablo II fueran santificadas tantas personas como en los 2.000 años precedentes. A diferencia del Dios abstracto e irrepresentable de cristianos, judíos y musulmanes, los Santos tienen la virtud de aparecer como pequeños dioses mundanos. Pueden reproducirse en fotos, estatuas, leyendas y milagros; lo que facilita la superstición. La Iglesia viene a darle así la razón al materialismo filosófico, porque sólo a través de la vista, el tacto, el oído y el olfato el ser humano puede abrigar certezas sobre la realidad que lo rodea, aun cuando adopte la materialidad “divina” de un Santo.
“El infierno existe y no está vacío”
El terror juega también un papel importante en el adoctrinamiento religioso. En un reciente encuentro religioso celebrado en Roma, Ratzinger afirmó preocupado:
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“ ’aparece raramente en nuestras prédicas que el infierno existe, no está vacío’. La salvación no es automática ni gratuita y no arribará para todos. Terminar en el infierno ‘es una posibilidad real’ “ (Clarín, 9 febrero).
Su objetivo es claro: necesita aterrorizar con el Infierno (cualquier cosa que sea éste) a los fieles dubitativos, para que no abandonen el regazo papal.
Lo importante de estas declaraciones de Ratzinger sobre el infierno es que no fueron provocadas por la proliferación en el mundo de los llamados “pecados mortales”: el asesinato, la mentira, la codicia, las violaciones, etc., que bastarían para enviar al infierno a muchos miembros de la casta sacerdotal de la Iglesia y de otras religiones.
Ratzinger afirmó: “todas las grandes ideologías prometieron: tomaremos en nuestras manos las cosas, nos ocuparemos de la Tierra, crearemos el mundo nuevo, justo, correcto, fraterno”. En cambio, destacó el Pontífice, “han destruido el mundo”, citando “al nazismo y al comunismo, que prometieron construir el mundo cómo debía ser y, en cambio, lo destruyeron” (Íbid.).
Como vemos, la obsesión de Su Santidad es atacar al comunismo y al socialismo. Se vale para ello de los crímenes del estalinismo, que nada tuvo que ver con el genuino marxismo y comunismo, sino con su degeneración burocrática en un país atrasado y acosado como Rusia.
Las referencias de Ratzinger al nazismo sólo son un pretexto hipócrita. La jerarquía eclesiástica alemana colaboró con el nazismo y toda la Europa capitalista le dio la bienvenida en su momento porque representaba un “baluarte contra la extensión del comunismo”. El Vaticano y el Papa Pío XII, junto a otros gobiernos occidentales, colaboraron al final de la Segunda Guerra Mundial en el ocultamiento y posterior fuga a Sudamérica y EEUU de gran número de jerarcas y científicos nazis.
En todo caso, ¿Por qué Ratzinger no añade el Capitalismo a su lista de condenados? ¿No es suficiente que el sistema capitalista mate de hambre y enfermedades evitables a 30.000 chicos cada día? Esto equivale a un holocausto nazi ¡cada año! ¿Y qué decir de los gobiernos burgueses que trajeron la “destrucción terrenal” y los asesinatos en masa a Vietnam, Iraq, Afganistán o África?
Socialismo: vuelve el viejo fantasma
Actualmente, sólo fanáticos aislados y grupos irrelevantes levantan el estandarte del fascismo, pero son millones quienes vuelven a ondear la bandera del socialismo. Esto es lo que llena de preocupación al Papa y al imperialismo, su amo.
Y es que el fantasma anunciado por el viejo Marx vuelve a recorrer el mundo.
Necesitan conjurar el peligro utilizando la doctrina religiosa, el fanatismo y la superstición. Pero no pueden tener éxito. En la Historia, sólo recurren al miedo y al terror quienes, como los capitalistas, representan lo viejo, lo injusto y lo decrépito; los socialistas apelamos a la solidaridad, a la unión, a la pasión, la devoción, al valor, al desinterés personal y a la fraternidad, ¡las más altas cualidades del ser humano!
Sólo a partir de ellas podrá la Humanidad crear una civilización superior que barra al basurero de la historia el oprobio, la opresión y la superstición que aún nos atenazan.
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