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Una alternativa socialista a la Unión Europea

Un cambio fundamental está teniendo lugar a escala mundial. En mitad de un boom económico, estamos siendo testigos de un ataque sin precedentes a los niveles de vida en todos los continentes. En EEUU, Japón y Europa, la clase dirigente está intentando atrasar el reloj, recortando el gasto público, desmantelando el Estado del bienestar y destruyendo todas las conquistas de los pasados cincuenta años. Esto no es un accidente. Los marxistas hemos explicado sus razones muchas veces. En el período anterior, el sistema capitalista ha ido más allá de sus límites. Ahora se ve obligado a la retirada, abandonando las viejas políticas keynesianas de intervención y dirección estatales. Los mismos economistas que anteriormente veían el Estado como la fuente de su salvación, ahora lo consideran la fuente de todos sus males. Han comprendido tardíamente lo que señalaron los marxistas hace décadas: que dentro de un marco capitalista, la política de financiación del déficit finalmente conduciría a una explosión de la inflación.

En todas partes, los viejos y desacreditados métodos keynesianos han conducido a enormes déficits en el gasto público. Los capitalistas y sus gobiernos saben que la continuación de tales métodos les conduciría a dos cosas: inflación descontrolada y explosión de la lucha de clases. Ese es el motivo por el cual en todas partes están obsesionados con la idea de recortar el gasto público. Desde un punto de vista capitalista, no tienen otra alternativa. En el momento actual, los economistas tienen puesta la ilusión en que, manteniendo una baja tasa de crecimiento y controlando la inflación, puedan evitar el ciclo económico capitalista normal de booms y recesiones, pero eso es un sueño. Actualmente, en la mayoría de los países capitalistas avanzados la inflación es relativamente baja (los precios continúan aumentando, pero a un ritmo más lento), debido principalmente a la depresión de la demanda por los ataques contra los salarios. Algunos precios han llegado a caer (aunque es la excepción): el del acero está bajando a un ritmo del 2% anual y el de la telefonía móvil, un asombroso 20% anual, en parte debido al abaratamiento de las mercancías causado por el avance de la técnica y la productividad.

En cualquier caso, la principal razón de la baja inflación es la ausencia de demanda y la aparición de sobrecapacidad en toda una serie de sectores. Con recortes en los niveles de vida, desempleo y estancamiento de la demanda, los capitalistas no pueden incrementar los precios de sus mercancías como normalmente ocurriría durante un boom. Esto es sólo otro reflejo de cómo el actual boom económico se está consiguiendo a expensas de la clase obrera, mediante un incremento de la presión sobre los nervios y músculos del trabajador, exprimiendo hasta la última gota de plusvalía, para así incrementar la productividad y los márgenes de beneficios. La causa se convierte en efecto y viceversa. Debido a que no pueden aumentar los precios para incrementar dichos márgenes de beneficios, los empresarios están obligados, para reducir los costes de producción, a poner una mayor presión sobre los trabajadores. En palabras de la empresa inversora J.P. Morgan: «Hay una explosión de productividad y beneficios continuos» (The Economist, 18/1/97).

Sin embargo, este fenómeno no es en absoluto progresista. En el pasado, el sistema capitalista, al desarrollar los medios de producción en su búsqueda del máximo beneficio, jugó un papel relativamente progresista. Como depositarios de la plusvalía, los capitalistas invertían en nueva maquinaria, revolucionando constantemente las fuerzas productivas. Esta era la principal vía para aumentar la productividad del trabajo. Pero ahora esto ha cambiado.

Ya no invierten en las fuerzas productivas en el mismo grado que lo hacían en el pasado: prefieren dedicarse a conseguir beneficios fáciles a través de la Bolsa y toda clase de productos especulativos. El actual torrente de absorciones y fusiones ha conducido a una aceleración sin precedentes de la concentración de capital y la monopolización, algo que predijo Marx y que en el pasado fue firmemente negado por los economistas burgueses. En la mayoría de los casos, estas absorciones no van acompañadas por nuevas inversiones sino, al contrario, por descapitalizaciones y cierres de empresas en crisis y despidos. Los gigantescos monopolios se enriquecen sin la desagradable necesidad de tener que desarrollar la producción y correr riesgos. Saquean el Estado a través de la estafa de la privatización, en la que los bienes públicos son adquiridos a precios de saldo y convertidos en monopolios privados. Esta locura no se limita sólo a los países capitalistas avanzados, sino que ha sido impuesta también al Tercer Mundo.

¿Se han suprimido los ciclos?

Lejos de haber eliminado el ciclo económico, todos estos acontecimientos le darán un carácter más grave y convulsivo. Recortando el gasto público y limitando el crecimiento de los salarios, al mismo tiempo recortan el mercado doméstico y crean nuevas contradicciones. Cada clase capitalista nacional busca una salida a sus problemas internos a través de las exportaciones. Pero esto no puede proporcionar una solución real, ya que no hay mercados para que todos puedan exportar. ¡Alguien debe importar! La lucha por la conquista incluso del trozo más minúsculo de mercado mundial ha adoptado un carácter obsesivo y febril. Las grandes potencias económicas están peleando por hacerse con mercados en el Sudeste Asiático. Pero no hay suficiente para todos. Además, el boom de los países del Sudeste Asiático ha dejado paso a una profunda crisis. Los «tigres asiáticos», comenzando por Corea del Sur, Tailandia o Indonesia, van de cabeza a una nueva recesión, seguidos por Japón. El crash de la Bolsa ha sido el reflejo de la crisis de sobreproducción que atenaza esta zona del planeta y sus repercusiones se dejarán sentir decisivamente en Europa y EEUU.

A pesar de todas las habladurías sobre el libre comercio y la liberalización, hay una lucha feroz por los mercados entre las principales naciones capitalistas. Hay una clara tendencia a dividir el mundo en tres grandes bloques comerciales, dominados respectivamente por EEUU, Alemania y Japón. Cada uno trata celosamente de proteger sus propios mercados y esferas de influencia, mientras pide más facilidades para acceder a los de sus rivales.

En el período de auge general del capitalismo que siguió a la Segunda Guerra Mundial (desde 1948 a 1974 aproximadamente), el rápido crecimiento del comercio mundial y la división mundial del trabajo jugaron un importante papel en estimular la inversión y el crecimiento. Pero ya no es el caso. En el período reciente hemos visto crecimientos del comercio mundial del 8-9% sin ningún efecto evidente sobre el crecimiento económico, que permaneció estancado en un miserable nivel del 2-3%, lo que sirve para resaltar la diferencia fundamental con el período de auge de la posguerra. Además, en los últimos dos años, el comercio mundial ha comenzado de nuevo a decaer: primero al 4% y ahora al 2,5%.

A pesar del optimismo oficial, el actual boom es muy frágil e inestable. El boom en EEUU ya dura seis años, bastante tiempo comparado con la media de la posguerra, y pronto comenzará a perder vapor, en el próximo año o el siguiente. Una recesión en EEUU tendrá un gran efecto en el resto del mundo.

Esta situación coincide con la crisis económica más seria en Japón desde la Segunda Guerra Mundial. De hecho, la economía japonesa ha estado en recesión los pasados cinco años. Bajo la presión de EEUU y la UE (Unión Europea), que querían que Japón saliese a flote para así disponer de ese mercado para sus propias exportaciones, los japoneses fueron los únicos que intentaron recurrir al keynesianismo, financiando el déficit, para reactivar la economía. Durante los últimos años, el Estado japonés inyectó miles de millones de dólares en la economía, pero este fabuloso desembolso sólo ha tenido un efecto marginal en estimular el crecimiento y ha supuesto que Japón tenga ahora una gigantesca deuda pública (en la práctica, si incluimos las deudas de las administraciones locales, es mayor que la de Italia). La crisis del Sudeste Asiático y el colapso de nuevas entidades financieras niponas la incrementarán espectacularmente.

El declive de Europa

En Europa, la situación se caracteriza por el bajo crecimiento (alrededor del 2%), las altas tasas de desempleo, sin precedentes en lo que se supone es una recuperación, y altos déficits presupuestarios y niveles de endeudamiento público. Todos los gobiernos están ocupados en reducir drásticamente el gasto público, lo que será imposible si no consiguen mayores tasas de crecimiento económico o reducir el paro. Al mismo tiempo, se ha producido un gran aumento de las contradicciones sociales, una mayor profundización de las diferencias entre ricos y pobres y el inicio de un cambio profundo en la conciencia de todas las clases. Estamos entrando en un período totalmente nuevo en la historia, más parecido al que transcurrió entre las dos guerras mundiales, una época llena de convulsiones y crisis. Con el retorno al modelo clásico del capitalismo, la burguesía hará esto inevitable. Las luchas y manifestaciones de masas en Francia, Alemania, Italia y Bélgica en los últimos años son un aviso de lo que ocurrirá en el futuro. Todos y cada uno de los países europeos afrontan una crisis en el plano económico, político y social. Es en este contexto en el que debemos enmarcar la cuestión de la unidad europea y el debate sobre Maastricht y la UEM (Unión Económica y Monetaria).

El Mercado Común se creó en un intento de la burguesía europea para superar las estrecheces del Estado nacional, con sus respectivos mercados nacionales limitados. Históricamente el Estado nacional jugó un papel esencial en el desarrollo del capitalismo, al proteger y desarrollar el mercado nacional. Sin embargo, con la división internacional del trabajo y el desarrollo de las comunicaciones, la técnica, la ciencia, las compañías multinacionales y el mercado mundial, las fuerzas productivas entraron en conflicto con la limitación de las fronteras del Estado nacional, así como con la propiedad privada de los medios de producción. Esta contradicción se reflejó en las guerras mundiales de 1914-18 y 1939-45 y la crisis del período entre ambas.

El desarrollo del comercio mundial en la posguerra permitió al sistema capitalista superar esta contradicción parcial y temporalmente. Los mercados nacionales separados de Gran Bretaña, Francia, Alemania y los demás países del viejo continente eran demasiado pequeños para los monopolios. El Mercado Común fue creado para intentar superar esa limitación. Los grandes monopolios esperaban con ilusión un mercado regional ilimitado de cientos de millones de consumidores y, además, el mercado mundial. Debido al auge económico, los capitalistas europeos tuvieron en gran parte éxito en esa gloriosa unión aduanera, donde la abolición de las tarifas entre los países del Mercado Común y una tarifa común con el resto del mundo sirvió para estimular y desarrollar el comercio mundial.

En El Manifiesto Comunista, publicado en 1848, Marx y Engels escribieron que el capitalismo, que primero surge en forma de Estado nacional, inevitablemente crea el mercado mundial. La dominación aplastante del mercado mundial es, en realidad, la característica más decisiva de la época en que vivimos. Ningún país, no importa lo grande y poderoso que sea, puede escapar de la influencia del mercado mundial. El fracaso del «socialismo en un solo país» en Rusia y China es una prueba suficiente de esta afirmación, como también lo es que las dos principales guerras del siglo XX fueron mundiales y por la dominación del mundo.

En un brillante artículo escrito en 1924, León Trotsky predijo el declive de Europa, pronosticando que el centro de gravedad de la historia mundial pasaría al Pacífico y el Mar Mediterráneo se vería relegado a un lago sin importancia, lo que ya ha ocurrido. Ese declive, que comenzó hace cien años, se vio enormemente acelerado por las dos guerras mundiales, en particular después de la Segunda, y fue acompañado por el irresistible ascenso de Estados Unidos. Europa, especialmente Gran Bretaña, fue el perdedor real de ambas guerras mundiales y EEUU el gran vencedor, lo que sólo reflejó la auténtica correlación de fuerzas. Estados Unidos comenzó a tensar sus músculos como potencia mundial en 1898, en la guerra con España, que le proporcionó la posesión de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Pero el momento decisivo fueron las dos guerras mundiales, cuando el imperialismo norteamericano, tras permanecer en un primer momento al margen para debilitar a sus rivales europeos, Gran Bretaña y Francia, finalmente lanzó su ofensiva contra Alemania, emergiendo como el árbitro supremo de los destinos europeos.

No fue la primera vez en la historia que potencias que habían sido poderosas se vieron obligadas a postrarse de rodillas ante el más poderoso de sus vecinos. Las ‘ciudades-Estado’ griegas de Atenas y Esparta jugaron un papel dominante, pero, exhaustas por las guerras, fueron finalmente obligadas a aceptar la dominación de Macedonia, y después la de Roma. Eran demasiado pequeñas para continuar desempeñando un papel independiente. En 1945, Europa estaba reducida a cenizas, dividida y arruinada. En contraste, EEUU tenía su industria intacta. Gran Bretaña, golpeada severamente, era aún lo suficientemente fuerte como para ocupar durante un tiempo el papel de segundo violín del gigante trasatlántico, y la libra esterlina podía aparecer como moneda de reserva del dólar. Pero en la práctica, las liliputienses potencias europeas no podían mantenerse frente a la fuerza del imperialismo USA por un lado y la Rusia estalinista por el otro. A diferencia de la situación creada tras la Primera Guerra Mundial, en 1945 la amenaza de la revolución en Europa Occidental, especialmente en Francia, Italia y Grecia, donde los partidos comunistas controlaban de hecho la situación, y la necesidad de parar el avance de la URSS obligaron a EEUU a apuntalar el capitalismo europeo con grandes cantidades de dinero en concepto de ayuda e inversiones. En realidad, el Plan Marshall situó a Europa Occidental, aunque no a todos los países, a niveles norteamericanos.

Esta relativa debilidad fue el principal factor que llevó al establecimiento del Mercado Común Europeo. Mientras la miope clase dominante británica se agarraba a sus sueños de potencia imperial, las de Francia y Alemania se vieron obligadas a aceptar la nueva situación. Alemania en particular salió de la guerra seriamente debilitada, con la pérdida de una gran parte de su territorio y la masiva destrucción de su industria. Otra razón para la creación de este bloque europeo fue establecer un contrapeso económico, político y diplomático frente a EEUU y Japón. Por separado, las potencias europeas no tenían posibilidades de competir con ellos. Así que vemos un acontecimiento contradictorio: por un lado, un gigantesco desarrollo del comercio mundial y la reducción de las tarifas arancelarias y, por otro, el surgimiento de grandes bloques comerciales que actúan como nuevas fronteras en el comercio mundial.

La clase dominante francesa, que había sido derrotada a manos de Alemania tres veces en el espacio de menos de cien años (1870-71, 1914-18 y 1939-45), estaba obsesionada con la idea de evitar una nueva guerra con ella e intentaba atar a su vecino a su destino, primero con la Comunidad Europeo del Carbón y del Acero (CECA) y después con la CEE. Dada la debilidad de Alemania, imaginaban que podrían convertirse en líderes reales de Europa, aunque las cosas no salieron como las tenían planeadas. Incluso cuando Alemania reconstruyó su poderosa base industrial, la clase dirigente francesa aún imaginaba que podría dominar Europa a través de alguna clase de condominio, en el que Alemania tendría la supremacía económica pero Francia el liderazgo político y militar. Esta es una de las principales razones por las que Francia insistía en mantener el control de sus propias armas nucleares. En la práctica, el eje París-Bonn es una hoja de parra que apenas disimula la aplastante dominación alemana.

Las derrotas del imperialismo francés en Indochina y Argelia obligaron a París a aceptar la pérdida de su statusde potencia imperialista y dedicar sus energías a reforzar su papel en Europa, mientras desarrollaba la industria, lo que fue posible por el auge de la posguerra. El resultado fue la transformación de Francia de una economía principalmente agraria y rentista en una potencia industrial y, como consecuencia, un enorme fortalecimiento de la clase obrera. Un desarrollo similar de reducción del peso social del campesinado y crecimiento del proletariado tuvo lugar en los otros países europeos.

Aunque el análisis general hecho por los marxistas ha demostrado ser correcto, el aumento del Mercado Común de seis a quince países y la integración de sus economías ha ido más allá de lo que pensábamos en un principio. Han podido hacerlo debido al desarrollo del comercio mundial y al auge económico general del capitalismo en 1948-74. Con abundancia de mercados, pleno empleo y tasas de crecimiento del 5-6% anuales, las diferentes potencias imperialistas de Europa llegaron a un pacto de caballeros para repartirse el creciente mercado, con las mínimas discrepancias: De Gaulle vetó la primera propuesta de Gran Bretaña para unirse a la CEE, ya que sospechaba que sería el caballo de Troya de los intereses norteamericanos en Europa, aunque la razón principal era que Francia no quería ningún rival para su pretendida posición de co-dirigente de Europa junto con Alemania. También la miopía de la clase dominante británica, que al principio rechazó unirse a Alemania y Francia, prefiriendo aspirar a un imaginario rol mundial, pagando su estupidez con la disminución rápida de su poder, mientras Francia, Alemania e incluso una anteriormente atrasada Italia la sobrepasaban.

En cualquier caso, el surgimiento de la CEE se basó en tasas de crecimiento económico altas. Esto durante un tiempo dio un impulso significativo al desarrollo de las fuerzas productivas, y así la mayor integración de las economías de las principales potencias europeas fue un beneficio para todas ellas. Finalmente, Gran Bretaña se arrastró, seguida por la mayoría de los antiguos miembros de la EFTA (Acuerdo Europeo para el Libre Comercio), el bloque comercial de los países europeos más débiles impulsado por Gran Bretaña en un intento sin éxito de contrarrestar la CEE. Todo esto potenció la ilusión en una Europa unida.

Sin embargo, las contradicciones internas permanecieron. Como ya vimos en el pasado, los intereses nacionales de las diferentes potencias europeas han quedado en evidencia. La crisis del Sistema Monetario Europeo (SME) en 1992 demostró las frágiles bases de esta «unidad». Ahora se desafían mutuamente declarando qué países participarán en la moneda única, las condiciones, los plazos y a qué nuevos países se les permitirá entrar en la UE en el futuro.

Francia y Alemania

En primer lugar, la unión de Alemania, Francia y los otros países de la CEE fue un intento de defenderse contra EEUU y Rusia. Era necesario unir recursos y llegar a un acuerdo para compartir un mercado común, primero en el acero y el carbón, después en el resto de mercancías, lo que suponía un reconocimiento tácito del hecho de que, en condiciones modernas, el Estado nacional se ha convertido en una traba reaccionaria para el desarrollo de las fuerzas productivas, porque es demasiado estrecho para contener el colosal potencial productivo de la industria moderna.

Desde un punto de vista racional, el caso de la Unión Europea es incuestionable. Pero bajo el capitalismo, la auténtica unidad es imposible. Como Lenin explicó hace tiempo, los Estados Unidos capitalistas de Europa son una utopía reaccionaria, es decir, un objetivo que no se puede conseguir y, si se pudiese, no sería en beneficio de los intereses de la clase trabajadora.

De hecho, la única vez que se logró una Europa capitalista unida fue bajo Hitler. Los nazis lograron temporalmente la «unidad» de la Europa continental bajo la dominación del capital alemán. La naturaleza reaccionaria de esa unión no necesita mayor comentario. Pero debe entenderse que, bajo el capitalismo, los antagonismos entre las diferentes clases dirigentes hacen que cualquier unión necesariamente signifique la dominación de una potencia sobre las otras. Vemos elementos de esto en la situación actual. A lo largo de décadas, el imperialismo alemán ha logrado por medios económicos lo que no pudo conseguir en dos guerras mundiales: la unidad europea bajo su dominación. Pero tras la fachada de unidad, todas las viejas contradicciones entre los Estados nacionales continúan existiendo e intensificándose.

La UE es ahora en realidad una unión aduanera nominal para la defensa del capitalismo europeo contra EEUU y Japón. Internamente es un mercado parcialmente libre que funciona dentro de ciertos límites, mientras los intereses vitales de los países miembros (particularmente los principales) no se vean afectados, pero en el cual cada una de sus clases dirigentes lucha por lograr su propia ventaja. En condiciones de auge, son capaces de resistir juntos e incluso lograr una mayor integración. Pero en condiciones de crecimiento lento, estancamiento de la demanda y alto desempleo como las actuales (y todavía más en una recesión seria), todas las contradicciones nacionales se verán exacerbadas, comenzando con Francia y Alemania.

Uno de los momentos decisivos fue la unificación de Alemania. De un solo golpe, un nuevo y poderoso Estado de 80 millones de habitantes surgió en el corazón de Europa, con una gran base industrial y un potencial militar formidable. En esta cuestión es necesario atravesar la niebla de la propaganda oficial y las mentiras diplomáticas y poner al desnudo las relaciones reales, porque aunque en apariencia la unificación alemana fue saludada por París y Londres con corteses aplausos y apretones de manos, sin duda fue vista por los círculos dirigentes franceses y británicos con aprensión. Ya antes Alemania era claramente la potencia dominante en Europa, pero ahora el inmenso potencial de la Alemania unificada amenaza con aplastar totalmente a los demás.

Es sorprendente ver hasta qué punto la política exterior de un país determinado mantiene una continuidad en el tiempo. Esta peculiaridad se deriva de que, a pesar de todos los cambios de gobierno, el aparato del Estado, con su casta de funcionarios conservadores, permanece intacto. La burocracia permanente tiende a preservar una inercia que se ve fortalecida según pasa el tiempo, generaciones, quizá siglos. Así, los principales objetivos estratégicos de la política exterior alemana en Europa Central y del Este, conocida como drang nach Osten («empuje hacia el Este») han sido básicamente los mismos desde hace cien años. No satisfecho con la dominación económica de Europa Occidental, el imperialismo alemán quiere recuperar sus tradicionales esferas de influencia en Europa del Este y los Balcanes, una perspectiva alarmante para el resto de los capitalistas europeos.

Las economías de Alemania, República Checa, Polonia y Hungría combinadas constituirían un mercado de 140 millones de personas, con un PIB (Producto Interior Bruto) total de 2,4 billones de dólares. Desde un punto de vista socialista, la unidad de estas economías sería un acontecimiento totalmente racional, como parte de los Estados Unidos Socialistas de Europa. Pero sobre bases capitalistas es una receta acabada para el conflicto. La combinación de la industria, fondos y técnica alemanas con la cualificada mano de obra de Europa del Este plantearía una seria amenaza para los «socios» de Alemania en la UE. En un artículo titulado El gran patio trasero de Alemania, la revista norteamericana Business Week (03/02/97) expone la creciente preocupación de las otras potencias europeas ante el aumento de la influencia alemana en el este de Europa:

«En realidad, Europa Central tiene un inequívoco acento alemán. Con cautela, la poderosa potencia económica de Europa domina la región que una vez atravesó con tanques. Ha saltado por encima de Austria y EEUU, convirtiéndose en el mayor inversor en Europa Central. Empresas joint ventures conjuntas traspasan sus fronteras, y hay más de 6.000 sólo en Hungría. Alemania es el donante más generoso de ayuda a Europa Central y su más poderoso socio comercial, sumando más de la mitad del comercio total de la UE con los 13 países del Este. ‘Alemania está construyendo una región de copropiedad’, dice James Lister-Cheese, especialista en Europa del Este de Independent Strategy, una empresa de pronósticos económicos radicada en Londres». Y continúa el artículo: «Pero en realidad, Alemania tiene cada vez más definidas las características que el futuro continente adoptará. ‘Alemania será la potencia central en la nueva geografía de Europa’, dice Dominique Moïsi, subdirector del Instituto Francés de Relaciones Internacionales. En privado, algunos políticos franceses están preocupados de que el poderoso bloque alemán dentro de una gran UE neutralice la influencia de Francia».

«Algunos están preocupados porque Alemania está sustituyendo su antigua supremacía militar a través de la dominación económica y política. Sir James Goldsmith ha expresado su temor ante una federación de países europeos de inspiración alemana, un eje vital para la campaña del Partido del Referéndum [sobre Maastricht] en Gran Bretaña. Su retórica sugería que si Gran Bretaña entra en la UEM sería cediendo su soberanía directamente a Helmut Kohl, a través de los burócratas de Bruselas».

Incluso si el camino hacia la unión monetaria se completa, no significaría una reducción de las tensiones entre los Estados europeos. Todo lo contrario, las agudizaría. Este hecho es perfectamente comprendido por los observadores capitalistas más inteligentes, como demuestra la siguiente cita:

«El problema real es que el propio marco alemán aparece sobrevalorado frente a las monedas no europeas, incluyendo el dólar. Si el franco está sobrevalorado es debido a que ha sido contenido por el marco. Es difícilmente probable que en estas circunstancias el gobierno alemán tolerara una mayor devaluación unilateral francesa. Encuentra más justificables las depreciaciones británica e italiana, lo suficientemente difíciles de producirse. Si un futuro gobierno francés siguiese el consejo de muchos consultores financieros ingleses e intentase una devaluación unilateral, el daño no se limitaría a la UEM. Sería el peligro de una guerra monetaria internacional de unas características no vistas desde la Segunda Guerra Mundial» (Financial Times, 12/9/96).

‘La fortaleza europea’

Lejos de ser un paso en dirección al libre comercio, la UE es, por un lado, un bloque comercial regional dirigido contra EEUU y Japón y, por el otro, una alianza de potencias imperialistas dedicadas a la explotación colectiva del Tercer Mundo. Este modo neocolonialista de explotación no es menos sangrante que el saqueo abierto de las colonias realizado en el pasado basándose en regímenes de dictadura militar. En general, las mismas viejas colonias en África, Asia y el Caribe están siendo expoliadas por las mismas viejas sanguijuelas. La única diferencia es que este robo es efectuado «legalmente» a través del mecanismo del comercio mundial, por el cual los países capitalistas avanzados ejercen una dominación sobre las ex colonias ahorrándose el coste de la dominación directa, mientras continúan extrayendo enormes beneficios a través del intercambio desigual.

Pero a pesar de su relativo declive, Europa representa un formidable bloque comercial. Su mercado interno, valorado aproximadamente en 8,4 billones de dólares, es actualmente un 20% mayor que el de EEUU. Una de las principales metas de los capitalistas europeos es precisamente aunar fuerzas para tratar de proteger su mercado contra la competencia de los productos norteamericanos y japoneses. Lo que engendra la cólera de los capitalistas norteamericanos, que hace tiempo denominaban a la UE como «la fortaleza europea». Dada la escasez de demanda en Europa (Business Week recientemente escribió sobre una «recuperación europea a menudo indistinguible de una recesión»), las exportaciones a EEUU se han convertido en un salvavidas esencial. Debido al creciente valor del dólar y la caída del marco alemán, esto representa una seria amenaza a los intereses económicos norteamericanos. Por otro lado, una futura recesión en EEUU golpeará a Europa con dureza e incluso podría suponer una crisis profunda. Las ya altas tasas de desempleo se elevarán, agudizándose todas las contradicciones.

Henry Kissinger decía: «cuando quiero hablar a Europa, ¿A quién llamo?». La formación de la UE hace posible para las clases dirigentes europeas «hablar con una sola voz», al menos en teoría. Europa ha chocado con Washington en muchos temas, el más reciente las leyes Helms-Burton y D’Amato, que imponen sanciones a las empresas no norteamericanas que comercien con Cuba, Irán o Libia. Las tensiones entre Europa y EEUU no han desaparecido e inevitablemente crecerán en el futuro. Por esa razón es improbable que la UE formalmente se rompa. Los capitalistas europeos preferirán ahorcarse juntos para no terminar ahorcados por separado.

Pero a pesar de ello, las contradicciones entre los Estados europeos hacen imposible incluso un acuerdo sobre política exterior común. Las crecientes contradicciones entre los intereses de Francia y Alemania no se han manifestado nunca de manera más clara. Cuando Alemania necesitaba fondos extras para financiar la absorción de Alemania del Este, no vaciló en subir los tipos de interés sin consultar con París ni ningún otro socio. Con altas tasas de desempleo, un incremento de los tipos de interés era lo último que Francia necesitaba. En el terreno de la política exterior, las intrigas alemanas jugaron un gran papel en alentar a Croacia a declarar su independencia, provocando de este modo la ruptura de Yugoslavia, algo que entraba en contradicción con la política exterior francesa. París se vio obligado no sólo a aceptarlo, sino a enviar tropas más tarde para solucionar el embrollo, mientras Alemania se quedaba de brazos cruzados. La principal esfera de influencia del imperialismo francés aún es el norte de África y el Mediterráneo, mientras Alemania mira al Este y aspira a incluir a sus nuevos clientes de Europa del Este en la UE (una amenaza directa al futuro de la Política Agraria Común, que es vital para los intereses agrícolas franceses).

En marzo de este año, los países de la UE fueron incapaces de acordar una política común para Albania. Italia y Grecia, con el respaldo de Dinamarca y Francia, querían enviar una gran fuerza europea a Albania, pero la mayoría de los países, encabezados por Gran Bretaña, Alemania y Suecia, se opusieron. Finalmente, los italianos y los griegos enviaron tropas de todos modos, pero el resto permaneció al margen.

La reciente visita del presidente Clinton a Londres, con toda su propaganda sobre su «amistad» con Tony Blair y el pretendido resurgimiento de una «relación especial» con Gran Bretaña, no es un accidente. A Washington le gustaría tener un aliado de confianza en la UE, y ve a Gran Bretaña como el candidato más adecuado, sino el único. Es precisamente esta «amistad» con EEUU la que tradicionalmente levantó los recelos de Francia, lo que no les impedirá convertirse en aliados contra Alemania en el próximo período.

En un intento de asustar a sus oponentes en la UEM, Kohl incluso retomará el fantasma de una futura guerra en Europa. «La política de integración europea», dijo, «es en realidad una cuestión de guerra y paz en el siglo XXI» (The Independent, 3/2/96). Kohl demagógicamente apela al «internacionalismo»: «No deseamos regresar al Estado nacional del pasado, que no puede resolver los grandes problemas del siglo XXI. El nacionalismo ha traído un gran sufrimiento a nuestro continente» (ibid.). Lo que quiere decir es que Gran Bretaña, Francia y todos los demás deberían dejar de lado su nacionalismo y humildemente aceptar el liderazgo del capitalismo alemán. ¡Sin embargo, los otros países tienen un punto de vista algo diferente!

Una opinión diametralmente opuesta se reflejó recientemente en el libro El corrompido corazón de Europa, de Bernard Connolly, un viejo burócrata de Bruselas encargado de poner en marcha la UEM, en el que advierte que el intento de avanzar en la unión monetaria puede conducir a una agudización de los conflictos nacionales en Europa e incluso a la guerra. En un lenguaje altamente sensacionalista, Connolly señala: «Aun así, el cinismo de los tecnócratas franceses, traidores a su propia gente, y el arrogante, autoritario y amenazador celo de los federalistas alemanes no hablan de las grandiosas ambiciones de Helmut Kohl. El resultado de este choque de fuerzas no puede todavía predecirse con detalle. Pero será extremadamente desagradable para los pueblos de Europa». El tono apocalíptico de la frase de Connolly es exagerado, pero no hay que olvidar que es un alto cargo oficial y sin duda dice en voz alta lo que otros están pensando. En los pasillos del poder en Londres y París, hay un murmullo persistente sobre las intenciones de Alemania. El choque de intereses hará aún más encarnizadas las contradicciones de la UEM.

En la última mitad de siglo, la idea de la guerra ha retrocedido en la conciencia de las masas europeas. A pesar de todo, hace cien años el anarquista Kropotkin señalaba que «la guerra es la condición natural de Europa». Históricamente es verdad. Sólo el peculiar equilibrio de fuerzas resultante de la Segunda Guerra Mundial permitió que la guerra, al menos la guerra entre las grandes potencias, fuese apartada del orden del día. Sin embargo, estamos ahora entrando en un nuevo y turbulento período de la historia. Las tensiones existentes entre EEUU, Japón y Europa, en otro momento ya hubiesen conducido a la guerra. Pero con la existencia de las armas nucleares y el horroroso conjunto de métodos bárbaros de destrucción (armas químicas y bacteriológicas), la guerra entre las principales potencias implicaría la aniquilación mutua, o al menos significaría un precio tan terrible a pagar que hace que no sea una perspectiva nada atractiva, excepto para los generales ignorantes y desequilibrados.

Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior, la guerra de Bosnia fue un recuerdo de la pesadilla que se puede dar si la clase obrera fracasa en su misión histórica de transformar la sociedad. Las advertencias de Kohl en ese sentido son un tanto sintomáticas. En el convulsivo período al que nos encabezamos, los trabajadores europeos tendrán muchas oportunidades de transformar la sociedad. Pero si fracasan, en un determinado momento puede haber un giro hacia la reacción. No es lo más probable que ésta tomase la forma de un régimen fascista clásico como en los años 20 y 30. La clase dominante se quemó seriamente los dedos con Hitler y Mussolini. No entregarán el poder del Estado a un loco fascista. Pero es bastante posible que traten de establecer un régimen de bonapartismo, una dictadura policiaco-militar como la de Pinochet en Chile. En condiciones modernas, tal régimen puede tener un carácter feroz. En caso de crisis extrema, no puede teóricamente excluirse que pudiese conducir a una guerra en Europa, aunque tal acontecimiento es poco probable. No obstante, el hecho de que tal posibilidad fuese planteada públicamente por Kohl es una señal del cambio profundo en la situación. En las condiciones actuales, la perspectiva que se abre no es la de una guerra entre los diferentes Estados europeos, sino la de una guerra de clases en cada país.

El azote del desempleo

El patrimonio de un hombre pobre reside en la fuerza y destreza de sus manos; e impedirle explotar esto… es una clara violación de esta propiedad más sagrada (Adam Smith).

En la mitología griega había un personaje llamado Procusto que invitaba a sus convidados a dormir en una cama que tenía la peculiaridad de que sólo admitía a personas que se adaptaran exactamente a ella, y, para asegurar que cupiesen, su dueño tenía la desagradable costumbre de cortar brazos, piernas y cabezas para lograr las dimensiones necesarias. El sistema capitalista en la época actual es como la cama de Procusto. El extraordinario desarrollo de las fuerzas productivas fue posible gracias a los avances de la industria, la ciencia y la tecnología desde la Segunda Guerra Mundial, dando lugar a una capacidad productiva colosal. Sin embargo, este potencial productivo no puede ser absorbido por los mercados existentes. En todas partes hay demasiada capacidad productiva: demasiado acero, demasiados coches, demasiados microchips, incluso demasiada comida. Por tanto ¿Por qué invertir para crear nueva capacidad productiva? Todo lo contrario. Es necesario recortar, cerrar, cesar de producir, incluso pagar a gente para no producir. Las fábricas son cerradas como si fuesen cajas de cerillas, millones de trabajadores están sin empleo, comunidades enteras son asoladas…

El primer mercado común europeo fue para el carbón y el acero. La minería del carbón ha sido diezmada en un país tras otro y ahora le toca el turno al acero. En 1984 poseía 450.000 trabajadores; ahora sólo hay 250.000, y tendrá que disminuir todavía más. Se dice que hay sobrecapacidad, pero el acero es esencial para el desarrollo de toda una serie de actividades productivas. Desde el punto de vista de las necesidades de la sociedad, no puede afirmarse que haya un exceso de acero; más bien al contrario: no cabe duda de que se necesita más. Pero desde el estrecho punto de vista de la producción capitalista, es decir, desde la lógica de la obtención del máximo beneficio, hay demasiado acero y demasiadas muchas otras cosas. Esta es la lógica de una casa de locos, pero es precisamente la lógica sobre la que se basa la UE, y por esta buena razón nunca defenderá los intereses de la clase obrera.

La crisis del capitalismo europeo se refleja en el retorno del desempleo orgánico. A pesar de la «recuperación» económica, unos 18 millones de personas están oficialmente en paro en la UE, aunque la cifra real es de 30 millones. Alemania tiene los niveles más altos de desempleo desde que Hitler llegó al poder. El desempleo francés es de tres millones y el español supera los 3,5 millones, ¡más del 20% de la población activa! La oleada de inseguridad afecta no sólo a los trabajadores, sino también a las capas medias e incluso a sectores de la Administración:

«La inseguridad se ha generalizado por toda Europa en las familias con ingresos medios, los empleos son más difíciles de conseguir e incluso de encontrar…. Las compañías reducen sus cuadros organizativos, los empresarios están despidiendo a toda una capa de empleados con ingresos medios. Los capitalistas están trasladando más producción al extranjero para competir en un mercado global y lleno de rivales más baratos y flexibles. Los empleos del sector público están desapareciendo según los gobiernos tratan de recortar déficits hinchados y las empresas de propiedad estatal son preparadas para su privatización para nuevos desafíos competitivos. Compañías enteras son reestructuradas mediante fusiones, dejando a decenas de miles de trabajadores sin trabajo en su estela. Esta época de discriminación está estrechando las opciones para millones de trabajadores y para 40 millones de personas que buscan trabajo» (The Wall Street Journal, 19/6/96).

Y debemos tener en cuenta que este nivel de desempleo se da durante un boom. En EEUU, que alardea de sus éxitos en el campo del empleo, entre 1990 y 1995 las grandes empresas destruyeron cuatro millones de empleos (una cuarta parte del total), siendo reemplazados sobre todo por empleos a tiempo parcial, la mayoría peor pagados, en el sector servicios («Mac empleos»). Para llegar a fin de mes, muchos trabajadores norteamericanos tienen que pluriemplearse y trabajar largas jornadas, con unos costes terribles para su salud y su vida familiar. Hay una enorme ansiedad, estrés e inseguridad laboral.

En los últimos seis años, Alemania, Francia y Gran Bretaña destruyeron cerca del 17% de los empleos fabriles. Algunos sectores han sido completamente diezmados. Por ejemplo, en 1979, el textil y la industria del cuero alemanes empleaban a 550.000 trabajadores; en 1994 eran 180.000. En Francia, la industria de defensa empleaba a 270.000 trabajadores en 1982, a 90.000 en 1993 y a 50.000 en la actualidad (The Economist, 23/01/96).

El desempleo de masas permanente afecta ya a todos los países de la UE. Más del 40% de los desempleados llevan sin trabajar más de un año. Es como una terrible epidemia, y como todas las epidemias golpea prácticamente a todas las capas de la sociedad. Incluso trabajadores de cuello blanco, trabajadores cualificados y capas de profesionales que en el pasado pensaban que eran inmunes se han visto afectados. El mismo artículo de The Wall Street Journal citaba a Wyn Nystrom, jefe de la oficina en Bruselas de PCM Europa: «La seguridad en el empleo desde la cuna a la tumba es historia, se ha esfumado. La incertidumbre ha reemplazado a la era de los derechos. Dos tercios de los actuales puestos intermedios de dirección en Europa desaparecerán».

Una persona de 40 años que pierde el empleo sabe que es poco probable que consiga otro similar al anterior. Pero los efectos más devastadores del desempleo los sufre la juventud, con todas las lacras sociales de drogadicción, vandalismo y crimen. En España, casi la mitad de los jóvenes menores de 24 años están parados. En Italia y Francia es el 25%.

El canciller Kohl prometió reducir a la mitad el desempleo para el año 2000. El gobierno socialdemócrata de Suecia dijo lo mismo. Chirac fue elegido con la promesa de recortar el desempleo francés y Aznar en España prometió que 1997 sería un «año para el empleo». Comentando esto, en The Economist se escribe:

«Lejos de esto, el torbellino de promesas se ha quedado prácticamente en nada. Más de 18 millones de personas en la Unión Europea están buscando empleo. El desempleo alemán permanece en 4,5 millones, a pesar de que las grandes empresas están recuperándose. El desempleo francés es de unos 3 millones. El récord es espantoso: cada recuperación ha fracasado en restablecer el terreno perdido en el desempleo durante la recesión anterior».

A pesar de las promesas del gobierno, el desempleo sueco, si incluimos los sistemas de readaptación y cosas por el estilo, alcanza el 13,3% de la población. Irlanda, que está siendo presentada como un ejemplo de gran éxito económico e incluso como un «tigre europeo» tiene un 11,7% de paro oficial. Incluso Holanda, donde el desempleo es oficialmente sólo del 6,2%, no refleja la realidad, ya que el empleo actual se calcula sólo sobre el 62% de la población activa, lo que significa que muchas personas han sido retiradas de la fuerza laboral por completo. En Gran Bretaña, una de cada cuatro personas ha experimentado períodos de desempleo desde 1992. Esta situación, unida a tasas muy bajas de crecimiento, ha provocado problemas de endeudamiento masivo y altos déficits presupuestarios.

¿Por qué medios los capitalistas europeos se proponen reducir el desempleo? Recortando los subsidios sociales para obligar a los parados a aceptar empleos mal pagados, eliminando las trabas para el despido de trabajadores («flexibilidad laboral») y fomentando la precariedad o los empleos a tiempo parcial sin protección laboral y con bajos salarios. En España, un 34% de la población activa ocupada trabaja ahora con contratos precarios, incluyendo a muchos jóvenes que se han visto obligados a aceptarlos ante la ausencia de otra alternativa desde los años 80. Sin ninguna protección, serán los primeros en ser despedidos cuando la demanda disminuya.

¿Por qué Maastricht?

Los duros criterios de Maastricht fueron un reconocimiento de que si Europa continúa con sus crecientes déficit y deuda pública, se producirá una explosión de la inflación. La deuda pública en Italia ya supone el 125% del PIB; en Bélgica, el 130%; en Alemania y Gran Bretaña, más del 60%. Dadas las bajas tasas de crecimiento, la deuda continuará acumulándose. Si los capitalistas europeos se las hubieran ingeniado para conseguir tasas de crecimiento del 6-8%, entonces podrían haber sostenido los niveles de gasto público. Pero ante el estancamiento de las cifras de crecimiento en Europa, a pesar de la recuperación, la burguesía se ha visto obligada a adoptar medidas deflacionarias. Los grandes recortes están a la orden del día en todas y cada una de las potencias europeas, para poder enfrentarse a sus presupuestos. En realidad están atrapados. Si reducen el gasto público y los niveles de vida de la clase trabajadora, también reducen el mercado, lo que a su vez reduce el crecimiento y prepara el camino para una depresión devastadora, posiblemente otro crack como el de 1929. Se enfrentan a un dilema insalvable.

Ese es el significado de la crisis capitalista, que los reformistas de izquierdas son incapaces de comprender. Añoran el keynesianismo (estimular el gasto público), lo que el sistema capitalista no puede ofrecer, ya que conduciría a la inflación crónica. La única opción para los capitalistas es recortar los niveles de vida y el Estado del bienestar. En la futura recesión, las potencias de la UE se encontrarán atrapadas en agudas contradicciones, cada una intentando encontrar una solución a expensas de las otras. La UE se verá paralizada por la crisis económica.

En las páginas de El Capital, Marx ya explicaba que a través del crédito el capitalismo podía superar sus límites naturales, expandiendo el mercado en un corto período de tiempo, aunque eso significara minarlo más tarde. En el pasado boom del período 1982-90, los capitalistas utilizaron el crédito y el gasto público para evitar una recesión. Desde un punto de vista capitalista, fue realmente una irresponsabilidad. La política clásica de Keynes se utilizaba para salir de una recesión. Usar tales medidas durante un boom no tenía precedentes y demostraba el miedo que tenían a las consecuencias sociales de una recesión. Pero sólo consiguieron posponer la recesión durante dos años, mientras se preparaba una más profunda y prolongada. Ahora no pueden recurrir a esos métodos. Todo lo contrario. Los niveles de endeudamiento público, privado y empresarial están causándoles muchos problemas. Por eso se han quitado la máscara para revelar la auténtica cara, fría y depredadora, del capitalismo, bajo la bandera de «finanzas saneadas» y «presupuestos equilibrados», una de las batallas a librar según Maastricht.

En su desesperación por encontrar una salida a la crisis, los economistas burgueses dan bandazos constantemente, apoyando primero una política y luego otra. A finales de los 80 pensaban que el boom duraría indefinidamente. No predijeron la recesión de 1992-1993 ni la subsiguiente recuperación. Después de haber abrazado el keynesianismo en el período de auge económico de la posguerra, se convirtieron en fervientes admiradores del monetarismo en los 80. Ahora el monetarismo ha demostrado su bancarrota. The Economist señalaba recientemente que los gobiernos más entusiastas de las políticas monetaristas en los 80 (Japón, Finlandia, Suiza) acabaron con graves problemas posteriormente. Lo mismo ocurrirá con Maastricht. Están recortando tan drásticamente el mercado, que pueden acabar en una profunda depresión económica sin haber experimentado un boom mínimamente decente.

El Tratado de Maastricht no es para conseguir la unidad europea, sino simplemente una excusa para llevar adelante un ataque a los niveles de vida y recortar el gasto público. Otros gobiernos capitalistas aplican esa misma política, incluyendo a EEUU, y que sepamos no piensa adherirse a la Unión Europea. La auténtica razón para esa política es la urgente necesidad de reducir la alta deuda pública, que está absorbiendo cantidades desproporcionadas de la riqueza de la sociedad y se está convirtiendo en una monstruosa úlcera que roe las entrañas del sistema. El pago de los intereses generados por la deuda consume una gran parte de los presupuestos nacionales. Sin el pago de esos intereses, la mayoría de esos países tendrían superávit presupuestario. Esta situación demuestra el enorme aumento del despilfarro y parasitismo, que son inseparables del capitalismo moderno.

La política de reducción despiadada del gasto público seguida por todos los gobiernos no es el producto de la maldad o el capricho, como algunos imaginan, sino que emana de las contradicciones del propio sistema capitalista. Por un lado, si permiten que los déficits continúen, se enfrentarán en el futuro al peligro de la inflación incontrolada. Por otro lado, la política de recorte del gasto público reducirá el mercado y profundizará la crisis. A pesar de esto, han decidido apostar todo a una política de recortes. Este fenómeno es mundial y es el que esconde Maastricht. El sistema capitalista ha ido más allá de sus límites y está ahora obligado a reducir sus excesos so pena de extinción. Quien no entienda esto, nunca comprenderá el verdadero significado de Maastricht ni podrá elaborar una alternativa real.

Cuando en 1992 se firmó el Tratado de Maastricht, todos los gobiernos y economistas europeos estaban eufóricos. Los marxistas dijimos en ese momento que Maastricht era una «idea muerta», que no podría funcionar.

El problema es que los capitalistas europeos están intentado unirse en un momento en que las condiciones económicas generales están apuntando en la dirección contraria. Si pudiesen obtener tasas de crecimiento del 5-6%, como en el período de auge, entonces podrían conseguir la unión monetaria sin demasiados problemas. Pero con tasas de crecimiento del 2-3% o menores, es imposible. Lo que se esconde tras las peticiones de «flexibilidad» para aplicar los criterios de convergencia es la defensa de los intereses nacionales de cada Estado. Si están de acuerdo en una moneda común, estarán en desacuerdo en todo lo que emana de ella. Aparte de esto, hay mil y un puntos de conflicto (fronteras, pasaportes, inmigración, etc.).

Todo esto significa que un Estado federal europeo capitalista está descartado. Especialmente en condiciones de crisis económica mundial, que es inevitable en los próximos dos o tres años, todas las contradicciones se pondrán en evidencia. Es improbable que la UE se rompa completamente (aunque no se puede descartar en condiciones de recesión profunda). La razón principal es que ninguno de los países de Europa es realmente viable en el contexto actual de la economía mundial. Para proteger sus mercados frente a la competencia de EEUU y Japón, están condenados a aguantar juntos en una unión poco confortable. Tienen que «ahorcarse juntos o ahorcarse por separado». Pero el camino hacia la Unión Europea se hundirá en un mar de conflictos y riñas nacionales. La burguesía europea tendrá que contentarse con una serie de acuerdos bilaterales y alianzas momentáneas, con Alemania mirando al Este y Francia aproximándose a Gran Bretaña y los países europeos más débiles para intentar contrarrestar el creciente poder alemán. Tal situación será muy inestable y estará llena de toda clase de tensiones. Y quedará muy lejos del ideal de la Europa Federal concebida por los fundadores de la Unión.

Esto es lo que los economistas burgueses no tienen en cuenta. Para ellos, todo es como un problema matemático o un juego de ajedrez. Están alejados de la vida real y especialmente de la lucha de clases. Ya se han producido luchas y huelgas generales en un país tras otro, lo que marca el inicio de un renacimiento de la clase obrera europea. Esta es la consideración clave.

A finales de 1997, Francia tendrá que reducir casi a la mitad su déficit presupuestario en el espacio de tres años. Italia tendrá que reducirlo en dos tercios en cuatro años. En Suecia, el antiguo bastión del Estado del bienestar, sólo hace tres años el déficit presupuestario era el 12% del PIB, pero ahora ha caído al 3%. Desde el punto de vista del sistema capitalista, esto representa «progreso», pero para la población significa un fuerte ataque a sus niveles y condiciones de vida. Las consecuencias sociales de estos ataques están siendo reconocidas por todos, como escribe The Economist (18/1/97): «Aquellos esfuerzos han ayudado a crear un paisaje sombrío de lento crecimiento, bajos beneficios y ansiedad social».

La estricta aplicación de los criterios de Maastricht obligará a los trabajadores a aceptar recortes salariales, pérdidas de empleos o ambas cosas. Será el fin del amable Estado del bienestar al que las dos últimas generaciones se habían acostumbrado en Alemania, Francia e Italia. Significará la destrucción de aquellos elementos de una existencia semicivilizada que fueron conquistados por el movimiento obrero y sindical en las últimas cinco décadas y el regreso a las viejas pesadillas de pobreza e inseguridad. Pero esta política no proviene exclusivamente de la lógica de la Unión Económica y Monetaria, como los euroescépticos nos quieren hacer creer. De hecho, ya han sido aplicadas en Gran Bretaña, pese a la hostilidad pública hacia Maastricht de los principales partidos políticos.

Los trabajadores alemanes, franceses y belgas miran las condiciones del otro lado del Canal de la Mancha, y dicen «¡No para nosotros!». Pero utilizando Maastricht como excusa, los empresarios europeos están intentado atrasar el reloj para devolvernos, desde su punto de vista de clase, a una edad de oro: «dinero fiable» y presupuestos equilibrados. Desde una perspectiva capitalista, es una posición lógica. Mejor dicho, citando a Hamlet de Shakespeare: «¡Aunque sea locura, tiene su método!». El efecto de tal política será exacerbar todas las contradicciones y provocar una explosión de la lucha de clases en un país tras otro, explosión que en realidad ya ha comenzado, como demuestran las huelgas y manifestaciones en Francia, Alemania, Italia y Bélgica de los últimos dos años. Y es sólo el comienzo.

Francia

El descalabro electoral de la derecha francesa conmocionó a la burguesía internacional. No lo esperaban, y menos una victoria de la izquierda, que transformó la más aplastante mayoría de derechas en la Asamblea Nacional en 150 años en una gran mayoría para socialistas y comunistas. Ese resultado (junto con la masacre de los conservadores en las elecciones generales británicas) es un claro signo de la enorme volatilidad que existe en la sociedad, caracterizada por cambios violentos de la «opinión pública», de izquierda a derecha y viceversa. Se abre un nuevo y tormentoso período en la historia de Francia, país del que Marx dijo que la lucha de clases siempre llegaba hasta el final.

Debido a la tensión derivada de intentar mantenerse a la altura de Alemania, el capitalismo francés está comenzando a colapsar. En realidad, Francia es mucho más débil que Alemania. No tiene la misma base industrial. El crecimiento es miserablemente bajo (un simple 1,3% en 1996) y el desempleo alcanza el 13%. A pesar de todo, una rebaja en los tipos de interés para ayudar al crecimiento económico está excluida por la necesidad de mantener el franco de acuerdo con el marco, política que ha agravado los ya serios problemas de la industria francesa. ¡Esto es precisamente lo que significa la política de Maastricht! El déficit del sector público se estimaba a finales de 1996 en un 4% del PIB. El presupuesto de 1997 incluye reducción de impuestos, para intentar estimular el crecimiento, pero al mismo tiempo una congelación del gasto público. Sobre estas bases, la reducción del déficit será mínima. Aun así, Chirac insiste en que lograrán el 3% del objetivo de Maastricht. ¿Cómo? Gracias a los ingresos de la venta de France Telecom. Pero ese truco no cambia lo fundamental, ya que es una ganancia que sólo se puede dar una vez, mientras el déficit es permanente y estructural. Por otro lado, la congelación del gasto público representa una reducción en términos reales, algo desconocido en Francia en los años recientes.

El giro a la izquierda en el terreno electoral fue preparado por una oleada de luchas obreras. Durante casi un mes, cinco millones de trabajadores del sector público protagonizaron huelgas contra la congelación salarial y los planes de recorte en la Seguridad Social, y una clara mayoría de la opinión pública francesa les respaldó. The European señaló que «una encuesta en el periódico Le Parisien mostraba que el 57% de los franceses estaban a favor de la acción huelguística y sólo un 26% estaba en contra». Esto demuestra el comienzo de un cambio en la sociedad francesa. El mismo fenómeno se pudo ver un año después de la magnífica lucha de diciembre de 1995. La huelga de los camioneros fue un asombroso movimiento que reveló la fuerza colosal que se encuentra en manos de los trabajadores. Este sector por sí solo fue capaz de paralizar la economía francesa e incluso afectar a la del resto de Europa y puso al gobierno de rodillas. Si bien no es la capa más avanzada de la clase obrera, los camioneros demostraron gran espíritu, determinación y militancia y obtuvieron sus principales demandas. Y más importante: tres cuartas partes de la población los apoyaban a pesar de los inconvenientes causados por la huelga. Igualmente, la mayoría de los camioneros extranjeros simpatizaron y se solidarizaron con sus compañeros franceses, aunque la huelga les perjudicara.

Como resultado del movimiento desde abajo, se ha producido el inicio de un cambio en los sindicatos. Fuerza Obrera fue formada como un sector de derechas que rompió con la CGT y era en la práctica un sindicato amarillo. Pero la presión desde abajo la empujó a una posición militante, a la izquierda de la CFDT y CGT, en las huelgas del sector público de diciembre de 1995. En contraste, la CFDT, que ha estado a la izquierda desde 1968, ha girado a la derecha, provocando una gran oposición de izquierdas en sus bases, dando lugar a la corriente CFDT En Lutte (CFDT En Lucha). Es el comienzo del proceso de diferenciación interna que tendrá lugar en todos los sindicatos en el período que ahora se abre. La polarización hacia la izquierda y hacia la derecha en la sociedad tarde o temprano encontrará su expresión en las filas de las organizaciones obreras.

Cuando Chirac decidió convocar unas elecciones generales anticipadas a pesar de tener una amplia mayoría en el parlamento (464 escaños de un total de 577 de la Asamblea Nacional), con la esperanza de asegurarse cinco años más en el poder, lo hizo para llevar adelante las impopulares medidas de austeridad. A pesar de las consecuencias explosivas de esta política, la clase capitalista francesa está desesperada por conservar su posición como segunda en el mando en Europa, peleando para mantenerse a la altura de su poderoso vecino, mientras suda y echa pestes bajo su respiración. Pero a pesar de la apariencia externa de unidad, todo el proceso está fraguado de contradicciones.

La rápida recuperación de los socialistas dejó sin respiración tanto a los partidos gobernantes como a los «expertos» extranjeros, que se han estado quejando de que Chirac no ha sido lo suficientemente celoso en reducir los niveles de vida para encontrar el Santo Grial de Maastricht. En realidad, era un resultado totalmente predecible, pero Chirac no tenía otra opción, ya que si esperaba otro año la situación sería peor. Las elecciones francesas, quizás incluso más que las británicas, revelaron el ambiente volátil que ahora existe en la sociedad, particularmente en las clases medias, caracterizadas por violentos giros de derecha a izquierda y viceversa. Como Lenin explicó hace tiempo, ese es uno de los síntomas de una profunda crisis social. Incluso sectores de la clase capitalista francesa destacan esta idea, como un antiguo gaullista, el ministro de Interior Charles Pasqua, quien en noviembre del pasado año, remontándose a 1788, dijo: «Estamos en vísperas de la revolución».

Alemania

En su intento de reducir el déficit del sector público alemán del 4 al 2,5% (un nivel incluso más bajo que el 3% requerido por Maastricht), Kohl propuso un programa para reducir los gastos en 30.000 millones de dólares, incluyendo un 2,5% de reducción del gasto federal, además de otras reducciones en el ámbito regional. Una de las medidas propuestas era la congelación del subsidio de desempleo. Había también otras a largo plazo, como incrementar la edad de jubilación para las mujeres de los 60 a los 65 años. Por si esto no fuese suficiente, se propuso una serie de cambios en la legislación laboral, con la intención de reducir los costes empresariales, facilitar los despidos y reducir el pago de la baja por enfermedad del 100% del salario, una importante conquista de la clase obrera alemana, al 80%.

Los gobiernos burgueses siempre cometen el error de confundir a la clase obrera con la capa dirigente de los sindicatos. Cuando Kohl anunció su programa de recortes, los dirigentes sindicales alemanes respondieron con la convocatoria de una manifestación nacional de masas. Fue la manifestación más grande desde la llegada de Hitler al poder, con 350.000 personas convergiendo en Bonn el 15 de junio de 1996. Pero, como es normal en ellos, los dirigentes trataron de distorsionar la manifestación intentando darle el aire inocuo de un carnaval con cerveza, salchichas y globos. Esto es absolutamente típico de la conducta de los dirigentes sindicales internacionalmente. Incluso cuando se ven obligados, por la presión desde abajo, a convocar una manifestación, hacen todo lo que está en sus manos para limitarla, convertirla en un gesto vacío y en un medio para soltar vapor. Como siempre, la debilidad invita a la agresión. Tal comportamiento, que por alguna inexplicable razón ellos consideran «realista», simplemente anima a los empresarios a continuar sus ataques.

Sin embargo, juzgan erróneamente la situación y el ambiente real en las fábricas. Incluso los delegados sindicales no reflejan fielmente el ambiente de furia y amargura que se ha ido acumulando lentamente en la clase obrera, como quedó demostrado con la espontánea oleada de luchas no oficiales (al margen de las direcciones sindicales) contra el intento de recorte del pago de la baja por enfermedad. El anuncio de Kohl tropezó con una explosión de los trabajadores, que dejó estupefactos tanto a empresarios como a dirigentes sindicales. La chispa saltó en Mercedes Benz cuando la dirección anunció a principios de octubre su intención de poner en práctica la medida, violando así el convenio colectivo. Hubo huelgas inmediatamente y Mercedes Benz tuvo que dar marcha atrás. Se produjeron manifestaciones de masas de los trabajadores del acero en el sudoeste y Renania del Norte-Westfalia. Lo más interesante a destacar es el hecho de que hasta ese momento no había tradición entre los trabajadores alemanes de huelgas no oficiales. Pero esto está cambiando rápidamente. El ambiente entre los trabajadores se demostraba en los comentarios de delegados sindicales de la planta de Stuttgart de Mercedes Benz, como Tom Adler:

«La presión vino desde abajo. La mañana siguiente a la decisión de la dirección de introducir el 80%, el turno de mañana fue a la huelga. Fue un movimiento espontáneo, no organizado por el IG Metal ni por el comité de empresa. Los turnos de tarde y noche también salieron espontáneamente. En las asambleas fuera de la fábrica, los trabajadores estuvieron muy atentos y expresaron una gran furia, algo que yo nunca había visto antes en mis compañeros. Los acontecimientos de estos días han demostrado una cosa: la conciencia puede desarrollarse a pasos gigantescos. Muchos trabajadores han entendido que algo debe suceder. Muchos que estaban pasivos y reacios sólo un día antes, participaron en la huelga».

Los trabajadores de Mercedes obligaron a los empresarios a retroceder, aunque éstos más tarde inevitablemente se reagruparán y lanzarán otro ataque. No tienen alternativa, excepto intentar destruir todas las conquistas de los trabajadores durante las pasadas cinco décadas. Es el comienzo de un período completamente nuevo. De la noche a la mañana, las viejas políticas de colaboración de clases y participación de los trabajadores (mittbestimmung) han sido descartadas por la clase capitalista. Los trabajadores han demostrado que están preparados para el desafío.

Ahora Kohl anuncia que «nunca me comprometí a cruzar el 3%». Sus desesperados esfuerzos por garantizar a toda costa la Unión Monetaria han abierto una brecha entre su gobierno y el poderoso Bundesbank. Como maniobra para conseguir el objetivo del 3% mediante un poco de «contabilidad creativa», ha reclamado que el Bundesbank revalorice las reservas de oro del Estado, liberando así una gran cantidad de fondos y reduciendo el déficit como por arte de magia. Desgraciadamente, al Bundesbank no le gustan tales escamoteos. Aparte de otras consideraciones, esa trampa tan descarada haría difícil el propósito de excluir a Italia, España y otros países más débiles de ser miembros del exclusivo club de la UEM con el argumento de que han recurrido a trucos para ajustar sus déficits, cuando Bonn está haciendo exactamente lo mismo. ¡No! No se trata de juegos de manos, sino de un asalto en toda regla al gasto público y los niveles de vida, ¡El Bundesbank no pasará por menos!

Italia

Italia atraviesa una calamitosa crisis y, a pesar de todos los alardes del período pasado, permanece como una economía relativamente débil, al menos comparada con Alemania y Francia. La economía creció en 1996 sólo un 0,7% y muchos empresarios italianos temen una recesión. La demanda interna es débil y la inversión muy baja. El desempleo es del 12%. Entre enero y agosto de 1996, las grandes industrias despidieron al 2,4% de sus plantillas. La deuda pública alcanza el 123% del PIB, la segunda más alta de la UE tras la belga. Tras décadas de inestables gobiernos de coalición de centro-derecha, la clase capitalista italiana está tratando ahora de apoyarse en el centro-izquierda, la coalición del Olivo de Romano Prodi, para que lleve adelante su política de recortes, escondidos tras la bandera de «Europa».

Tras haber sido echada en septiembre de 1992 de modo descortés del Sistema Monetario Europeo junto con la libra esterlina, la lira reingresó en noviembre de 1996. De hecho, la devaluación de la lira en 1992 benefició a las exportaciones italianas (y británicas), para disgusto de Francia. Pero desde el principio, el portavoz del Bundesbank, Hans Tietmayer, dejó claro que aunque Italia se haya reincorporado, eso no significa que su admisión en la moneda única europea esté garantizada. Cuando se firmó el acuerdo de Maastricht, Alemania insistió en que las rigurosas condiciones tenían que cumplirse para asegurar que el euro sea una moneda fuerte. Esto significa que todos los candidatos tendrán que tener déficits y deudas bajos, algo que sólo lo cumplirían Alemania, Francia, Benelux, Austria y quizás Irlanda, y aceptar criterios flexibles en la deuda de Bélgica e Irlanda. No se esperaba que Italia fuese a entrar. Por tanto, los alemanes en particular han estado insistiendo en condiciones más rigurosas antes de aceptar a Italia (o España).

Paradójicamente, reingresando en el SME, la burguesía italiana obtuvo una gran ventaja. La devaluación de la lira, como vimos, dio un gran impulso a las exportaciones italianas, especialmente desde el noreste del país, inundando los mercados europeos. Esta ventaja competitiva la perderá ahora. El propio mercado italiano se verá congelado por los recortes, mientras el mercado exterior se verá reducido por la subida de la lira. En un intento vano de ir al paso de alemanes y franceses, el gobierno Prodi, utilizando la excusa de Maastricht, ha emprendido una política de severos recortes. Como cínicamente decía The Economist: «El criterio de Maastricht es importante, pero requiere un acuchillamiento del Estado del bienestar. Ciampi rápidamente respondió: ‘Prometo que lo conseguiremos». El presupuesto de 1997 representaba un recorte de 62 billones de liras, a añadir al de 16 billones en el minipresupuesto de 1996, y un denominado «impuesto para Europa», y todavía otro minipresupuesto justo antes de Semana Santa de 15 billones de liras para cumplir las condiciones de Maastricht. Este constante apretarse el cinturón no podrá hacer que Italia alcance el nivel requerido para participar en el primer grupo de la UEM, sino que provocará una explosión social en un momento determinado, como ya vimos en Francia.

La posición de Gran Bretaña

En el pasado Gran Bretaña era el taller del mundo, a la cabeza del proceso de industrialización. Pero la historia gasta extrañas bromas. Ahora, en el período de decadencia capitalista, Gran Bretaña va de primera en la aplicación de las políticas más retrógradas en todos los sentidos. Bajo Thatcher, una cuarta parte de las industrias manufactureras británicas fueron destruidas y reemplazadas por el sector más parasitario, el de servicios, bancario y seguros. Gran Bretaña se ha transformado parcialmente en un Estado rentista parasitario. Una isla sin importancia desconectada de la costa de Europa y un satélite del imperialismo norteamericano, una humillante dependencia que intentan disfrazar con tontas habladurías de una inexistente «amistad especial». En realidad, Washington presta más importancia a sus vínculos con Bonn que con Londres, aunque ocasionalmente, cuando lo necesita, utiliza a Gran Bretaña como instrumento para defender sus intereses en Europa.

Como la rana mugidora de la fábula de Esopo, los capitalistas británicos están orgullosos, jactándose de sus pretendidos éxitos en el frente económico. Esto es una mentira descarada. Bajo el gobierno conservador, la base industrial británica fue parcialmente destruida. Ha sido sustituida por bajos salarios, empleos poco cualificados y economía atrasada, si bien toda la historia demuestra que una economía basada en bajos salarios nunca puede predominar frente a otra basada en altos salarios, alta productividad y maquinaria moderna. La clase dominante británica, totalmente reaccionaria, está intentado convertir a los trabajadores británicos en los más baratos de Europa. Han desmantelado de forma sistemática el Estado del bienestar y empeorado las condiciones de vida, especialmente de los sectores más pobres de la sociedad. Hay un rápido retroceso hacia las condiciones salariales y jornadas laborales de la época de Charles Dickens, con la brutal amenaza del desempleo, la enfermedad y la pérdida del hogar. Este modelo es atractivo para muchos empresarios europeos, que sin embargo temen aplicarlo ante las consecuencias sociales que conllevaría. Por su parte, la nueva capa de advenedizas clases medias de dirigentes tories, ignorantes y rapaces, están deslumbrados ante las consecuencias de sus acciones, que están acumulando contradicción tras contradicción, preparando el camino para una explosión social.

La correlación real de fuerzas se vio en la crisis del SME de 1992. El Bundesbank demostró quién era el jefe. Sin embargo, un sector de los elementos más reaccionarios y obtusos de los capitalistas británicos se resiste a la idea de ceder ante el poder del capitalismo alemán en Europa, después de soportar las desilusiones sobre el grandioso papel de Gran Bretaña en Europa y el mundo. Este sector, representado por la denominada ala euroescéptica del Partido Conservador, no puede asumir la pérdida de la antigua influencia y poder de Gran Bretaña. Anhelan una vuelta al glorioso pasado imperial y no comprenden que ese poder se basaba en el músculo industrial de Gran Bretaña, ahora inexistente. El deseo de ser «independiente» de Europa sólo enmascara la realidad de la dependencia de EEUU.

Habiendo perdido tanto su base industrial como sus colonias, Gran Bretaña depende ahora totalmente del mercado europeo. La idea de la retirada de la UE es completamente utópica. Sería incluso un desastre mayor para el capitalismo británico. Esto sí que lo entiende el sector decisivo de los grandes monopolios, que aún dominan la dirección de los tories y está resistiéndose a las presiones del ala euroescéptica.

Esta división en los tories es la más seria en siglo y medio. El sector industrial de la clase capitalista británica (y parte del capital financiero con conexiones en Europa) entienden que en el momento actual no hay futuro para Gran Bretaña fuera de Europa. Los viejos mercados en las antiguas colonias han desaparecido en buena medida y están ahora controlados por norteamericanos y japoneses. Tal es el colapso de la base manufacturera británica, que una gran parte de la industria está ahora en manos extranjeras. Los tories están orgullosos de ello, que en realidad tiene su origen en dos cosas: salarios de miseria y el acceso de Gran Bretaña al mercado europeo.

Países como Corea del Sur y Japón quieren utilizar a Gran Bretaña como una plataforma de lanzamiento para introducir sus productos en Europa, burlando de paso las tarifas aduaneras de la UE. En realidad, hay una reñida disputa con la Comisión Europea para que los coches japoneses y coreanos «made in Britain» puedan ser considerados británicos del todo. Si Gran Bretaña saliese de la UE o rechazase entrar en la UEM, al menos parte de su capital se perdería. La mayoría de las exportaciones británicas van a la UE, incluyendo el 60% de sus productos industriales. Gran Bretaña vende más productos a Alemania que a EEUU; más a Holanda que a toda Latinoamérica; más a Irlanda que a Canadá, Nueva Zelanda y Sudáfrica juntas.

Es verdad que, dado el espantoso declive de su base industrial, el futuro para el capitalismo británico dentro de la UE es poco prometedor. Pero fuera de ella no hay futuro. Salirse ahora sería un desastre, causando una severa recesión económica, agravando todas las contradicciones sociales e incluso cuestionando la propia unidad del Reino Unido, como resultado de los efectos sobre Escocia, Gales e Irlanda del Norte.

Los pequeños Estados

Hasta el presente, Alemania ha garantizado la UE con un considerable coste para su Hacienda. Los países pobres (Grecia, España, Portugal, hasta cierto punto Italia e Irlanda) se han beneficiado de este acuerdo, lo que explica su entusiasmo por el «ideal europeo». Pero ahora esa situación va a cambiar. La unificación de Alemania ha tenido un efecto contradictorio. Por un lado, ha fortalecido al imperialismo alemán, creando un poderoso Estado en el centro de Europa; por el otro, ha socavado a Alemania, poniendo una tremenda presión sobre sus finanzas. La decisión de comprar Alemania del Este ofreciendo a su población un enorme soborno ha demostrado ser extremadamente cara. Además, el coste de la integración de la economía del Este ha representado una enorme sangría incluso para los grandes recursos de Alemania.

A pesar de todo este desembolso, los problemas del Este no se han resuelto. Hay desempleo de masas y resentimiento creciente por el trato a los alemanes del Este como ciudadanos de segunda clase. Es casi como una colonia o como el Mezzogiorno italiano. En las fases iniciales, el desembolso en alcantarillado, carreteras y teléfonos ocasionó un auge de la construcción, que ocultó la situación real. Pero ahora eso se ha acabado. Hay un alto nivel de paro tanto en el Oeste como en el Este. Por primera vez desde la época nazi, hay 4,5 millones de desempleados en Alemania. Los capitalistas alemanes se enfrentan a la necesidad de reducir el gasto público, y eso significa que no pueden ser tan generosos en sus contribuciones al presupuesto de la UE. En el futuro, seguro que las unirán a sus propios intereses, como ya es el caso de Grecia, donde el dinero de la UE para proyectos de construcción está ligado a contratos con empresas alemanas.

El movimiento obrero

La creciente polarización social tendrá un profundo efecto en la clase obrera. Se abrirá un abismo entre las clases. La conciencia de la clase obrera se transformará. Todas las viejas ilusiones se destruirán, preparando un enorme giro a la izquierda. En un determinado momento, eso se verá reflejado dentro de las organizaciones de masas de la clase obrera. En el período pasado, los dirigentes de los partidos y sindicatos obreros han ido muy a la derecha. No entienden la profundidad de la crisis del capitalismo y no tienen perspectivas ni alternativa. Los dirigentes del sector de derechas, como siempre, son simplemente un pálido eco de las opiniones de la clase dominante. En el período de auge capitalista, al menos podían ofrecer la perspectiva de pequeñas reformas, pero ahora no pueden hacer ni eso. Su programa es fundamentalmente el mismo que el de los partidos capitalistas: más de lo mismo, recortes, austeridad, caída de los niveles de vida, etc. De este modo, vemos la total bancarrota del reformismo.

El ala de izquierdas del reformismo tampoco tiene alternativa real. Tampoco entienden la auténtica naturaleza de la crisis y no pueden responder a los argumentos del ala de derechas, que al menos son consecuentes. Si aceptas la existencia del capitalismo, entonces también debes aceptar sus leyes. Los reformistas de izquierdas abogan por la abolición del capitalismo, hablan en términos confusos de economía mixta, con algo de nacionalización, más gasto público y más reformas. En el período actual, eso es un sueño. El viejo modelo keynesiano ha colapsado por todos lados y no puede ser restablecido. Cualquier intento de llevar adelante una política de medias tintas causaría una explosión de la inflación, un colapso de la inversión y la moneda y una situación peor que la de antes. Nadie toma tales ideas en serio.

Es irónico que, justo cuando el «mercado» está siendo desacreditado por todo el mundo, los dirigentes reformistas están corriendo a abrazarlo. Se van a encontrar con una gran sorpresa. Particularmente en el caso de una nueva recesión, que es inevitable en los próximos años, estas organizaciones serán sacudidas de arriba a abajo, comenzando por los sindicatos. Los actuales dirigentes sindicales, como sus homólogos políticos, han girado a la derecha, reflejando las presiones del capitalismo. Nicole Notat en Francia, Antonio Gutiérrez en España, John Monks en Gran Bretaña o Hubertus Schomoldt en Alemania son los representantes típicos de esta nueva raza de dirigentes sindicales que están ansiosos por mostrarse como «hombres de Estado» cualificados para entregar todas las conquistas del pasado, esforzándose en «consensuar» con el capital, precisamente cuando las bases objetivas para tal consenso han dejado de existir.

Lejos de ser los grandes realistas que ellos imaginan ser, son la peor clase de utópicos. Están tratando de basarse en un capitalismo que hace tiempo que ya no existe. Están mirando hacia atrás, no hacia delante. Además, sus políticas pragmáticas obtienen un resultado contrario al que persiguen. La debilidad invita a la agresión. A cada paso atrás que acepten, los empresarios pedirán dos más. Ni siquiera son capaces de cumplir con los más elementales deberes de un dirigente sindical: defender los niveles de salarios y las condiciones laborales existentes. Sin embargo, la ofensiva patronal está preparando una reacción que abrirá el camino para una transformación radical de los sindicatos en un país tras otro. Los dirigentes reformistas se verán obligados a encabezar la lucha, o serán echados a un lado para dejar el camino a otros que estén más dispuestos a hacerlo.

El futuro está ya claro a grandes rasgos en los acontecimientos de Francia. Siguiendo a las grandes luchas de finales de 1995, ha habido un fermento de descontento en la CFDT. En Italia, Cofferati, líder de la CGIL, es partidario de un «compromiso» con Dini sobre el tema de las pensiones. En España, los dirigentes de CCOO y UGT firmaron pactos con el gobierno de derechas del PP para recortar las pensiones y para facilitar y abaratar el despido, a pesar de que la tasa de desempleo oficial es del 23%. Los dirigentes sindicales alemanes también expresaron su buena voluntad para colaborar con los recortes propuestos por el gobierno Kohl, antes de la oleada de huelgas y protestas que originaron. Todo esto es típico de la conducta de los dirigentes sindicales internacionalmente. Todos aceptan la necesidad de una «reforma» del Estado del bienestar, es decir, más recortes y más ataques.

¿Tendrá éxito la UEM?

El camino hacia la UEM está plagado de dificultades. La verdad es que los términos originales de Maastricht son más viejos que la nana, aunque no pueden admitirlo. Sólo pueden continuar gracias a toda clase de trucos, inventos y «contabilidad creativa». La fecha ya ha sido pospuesta de 1997 a 1999, y en realidad la plena integración no tendrá lugar hasta el 2004. Muchas cosas pueden ocurrir hasta entonces. Una recesión indudablemente exacerbaría todas las contradicciones y probablemente daría al traste con el negocio. Pero ya actualmente la oposición a Maastricht está creciendo incluso en Alemania.

En un artículo que recientemente apareció en Süddeutsher Zeitung, titulado ‘Un euro para todos’, vimos una reflexión sobre este ambiente:

«Cuanto más cerca estamos de la fecha para una decisión, más dudas hay sobre si se puede conseguir. Las dudas están siendo lanzadas intencionadamente por los cancilleres y sus ministros de Asuntos Exteriores y Economía, porque continúan contradiciéndose unos a otros. Por un lado, presionan porque quieren asegurar que las condiciones serán satisfechas sin ningún tipo de objeciones, pero simultáneamente rechazan las consecuencias de decir precisamente eso: es demasiado tarde para que el criterio fiscal de Maastricht pueda ser cumplido. Así, la unión monetaria debería ser suspendida. El tratado de Maastricht pide «un estado aceptable de las finanzas públicas a largo plazo, reflejado en un presupuesto que no sea excesivo». Esto significa que un candidato para la unión monetaria debe demostrar que está en condiciones de mantener un déficit presupuestario por debajo del 3% del PIB. La deuda pública no debería exceder del 60%. Aparte del minúsculo Luxemburgo, no hay otro país en la UE que pueda facilitar tal prueba. Además, lo contrario es lo correcto: desde la conclusión de Maastricht, la norma ha sido mayores niveles de déficit y deuda. Los Estados miembros están ahora buscando la reducción de sus déficits para la decisión de 1997 utilizando toda clase de trucos contables, rompiendo así las reglas del tratado. Ésa no es la manera en que los que lo formularon contemplaron la convergencia de las políticas fiscales, que buscan para conseguir una unión monetaria estable».

Actualmente, Kohl parece decidido a seguir adelante con la unión monetaria. Habiendo despachado la unificación alemana, quiere pasar a la historia como el arquitecto de la Unión Europea. Está preocupado porque cualquier nuevo retraso en la fecha para la UEM significaría que todos los negocios podrían ser cancelados conjuntamente. Antes de las elecciones británicas, John Major, en un intento de silenciar el euroescepticismo tory, declaró que la UEM no se conseguiría en 1999 y que, si se conseguía, se rompería de todos modos. Dada la intensa presión de Kohl, es posible (no quiere decir que sea seguro) que lleguen a un pacto para remediarlo. Pero esos compromisos estarán inherentemente agrietados, llevando a la ruptura en un momento dado.

Si se dan cuenta de que es imposible lograr el criterio de convergencia, Alemania estudiaría seguir adelante con un pequeño número de estados preparados para la UEM (fundamentalmente, Francia y los países del Benelux) y formar un núcleo, dejando a Gran Bretaña, Italia y los países más débiles fuera (la denominada «Europa de dos velocidades»). Se están produciendo todo tipo de maniobras, con diferentes combinaciones posibles, entre los diferentes Estados nacionales, luchando por adquirir ventaja:

«Había también consternación, como comenta Carlos Westendorp, el ministro de Asuntos Exteriores español, quien señaló un entendimiento secreto entre los gobiernos europeos para que la UEM no avance con Francia, Alemania y los países del Benelux solos. A menos que otro país grande (Gran Bretaña, España o Italia) estuviese preparado para 1999, la UEM tendría que ‘parar el reloj’ del proyecto conjunto. Westendorp dijo: ‘Estamos en una situación de crisis de credibilidad de todo el proyecto’».

«El plan llevado adelante por el anterior presidente francés, demandado a los países deseosos de entrar en la UEM, podría relajarse si el ciclo económico empieza a descender. Tal plan tropezaría con la inflexible oposición de Alemania» (The Independent, 25/1/96).

UE_eurozone-mapaEl problema de las «dos velocidades» se demostró después de la ruptura del Sistema Monetario Europeo (SME). Gran Bretaña e Italia fueron obligadas a devaluar sus monedas, lo que proporcionó a sus productos una importante ventaja en el precio respecto a los de Alemania y Francia. Crecieron a expensas de estos últimos, levantando un coro de protestas de los industriales alemanes y franceses.

Actual Eurozona o Unión Monetaria,
modelo que está hoy totalmente en entredicho
 

Cualquier intento de formar un núcleo duro dentro de la UE liderado por Alemania provocaría serias tensiones e incluso la ruptura de la Unión, motivo por el que fue desechado. En su lugar, el Bundesbank quiere que todas las monedas entren en la UEM en los plazos establecidos, para excluir la posibilidad de nuevas devaluaciones competitivas. Esto simplemente crea nuevas contradicciones.

El caso de Bélgica es particularmente llamativo. Con una enorme deuda pública que alcanza el 130% de su PIB, ¿cómo puede sostenerse que cumple las condiciones para entrar en la UEM? A pesar de todo han encontrado razones para justificar la admisión de Bélgica en el club. ¡Desde luego! No puede ponerse en cuestión la moneda común sin al menos Bélgica y Holanda (en realidad satélites de Alemania). Pero Bélgica y Holanda no están dispuestos a entrar sin Francia, puesto que su dependencia de Alemania es una realidad y sería demasiado insoportable. Por la misma razón, los holandeses han demostrado gran entusiasmo por el mayor compromiso británico. Todos se sienten incómodos eclipsados por su poderoso vecino. Aquí ya vemos un perfil futuro de luchas y divisiones.

El Bundesbank continúa adoptando una línea difícil, exigiendo condiciones extremadamente rigurosas e incluso la imposición de multas para los que no cumplan los criterios de convergencia. No quieren una moneda europea débil; quieren un euro tan sólido como el marco para que no tenga que ser apoyado con fondos alemanes, pero es un sueño. Por eso los alemanes son tan entusiastas de la entrada de Italia en la UEM en la primera ronda. No es ningún secreto que los italianos han recurrido al engaño para clasificarse. Con esos precedentes, no serán capaces de mantener una moneda fuerte y estable mucho tiempo. ¿Cómo podría mantenerse una tasa de cambio fijo entre economías de tan diferente nivel? En realidad, Kohl y Chirac han acordado saltarse las reglas para evitar el colapsar todos juntos. La realidad es siempre concreta. Planteemos la cuestión concreta de cómo funcionaría en la práctica la UEM.

Los términos de Maastricht para la convergencia, en esencia, significan dos cosas:

1) tasas de cambio fijas y

2) austeridad permanente.

Las consecuencias económicas y sociales de ambas cosas serían trascendentales, creando toda clase de presiones y tensiones, incluso para Alemania. Pero más para las economías más débiles (España, Italia, Bélgica…), que en la práctica no pueden cumplir los duros términos impuestos por la convergencia y están recurriendo a toda clase de trucos y «contabilidad creativa» para aparentar que lo consiguen. Los resultados inmediatos del plan de convergencia de Maastricht ya se han visto: reducción de la demanda y una deflación salvaje. A resultas de esto, existe el peligro de que Europa entre en una profunda recesión, lo que haría aumentar el desempleo. Los niveles de vida se reducirán como resultado de la política de contrarreformas unida al recorte del gasto público. Ese es el objetivo real, con unidad europea o sin ella. Por eso, el argumento expuesto por el grupo de presión anti-UE en Gran Bretaña y otros países es completamente falso. Dentro o fuera de la UE o la UEM, dentro de un marco capitalista, seguirían la misma política. Eso no quiere decir que, bajo la presión del movimiento de la clase obrera, no haya la posibilidad de volver a los viejos métodos keynesianos de financiar el déficit, pero eso sólo provocaría un desastre: una huelga de capital, inflación galopante y un colapso de las monedas, forzándolos a volver a una política incluso más salvaje de recortes. En condiciones de crisis capitalista, todos los caminos conducen a la ruina.

No se puede excluir que, bajo la presión de la crisis social y de grandes movimientos de la clase obrera, se viesen obligados a posponer la introducción de la moneda única, o incluso abandonarla completamente. Pero incluso si siguen adelante sobre la base de un acuerdo arruinado (no hay otro posible), se enfrentarán tarde o temprano con nuevos e irresolubles problemas que finalmente conducirán a la UEM a descomponerse entre recriminaciones mutuas, como ocurrió al principio con el SME. Lejos de suponer una mayor integración europea, tendría los efectos contrarios: un agravamiento enorme de las tensiones y conflictos entre los estados nacionales.

Hay un enorme abismo entre la teoría y la práctica. En la teoría, todo parece muy bonito y lógico. El problema es que el sistema capitalista es cualquier cosa menos lógico. En abstracto, la idea de la moneda común europea es buena. Ahorraría mucho dinero, modernizaría el comercio, facilitaría la planificación económica y decisiones de inversión a largo plazo y eliminaría toda una serie de operaciones innecesarias y derrochadoras. Pero en la práctica, bajo el capitalismo, será un desastre. Significaría que todas las monedas nacionales serían engranadas en un sistema rígido y a ningún gobierno nacional le estaría permitido modificar el acuerdo de tasa de cambio, lo que significa que a ninguno le estaría permitido salir de una crisis recurriendo a la devaluación de su moneda nacional.

Alemania no quiere una repetición de una situación donde Italia y Gran Bretaña, e incluso España, obtuvieron una ventaja competitiva injusta por la devaluación de sus monedas, lo que abarató sus exportaciones respecto a los productos alemanes. Bajo la UEM, esto estaría excluido. A ningún Estado se le permitiría proporcionar fondos para ayudar a otro país a salir de dificultades. Sin posibilidad de recurrir a la devaluación, cada gobierno tendría que buscar una solución en su casa, lo que significa una política de deflación salvaje y desempleo, especialmente en el caso de las economías más débiles. También significa un enorme aumento de las tensiones entre los diferentes Estados y entre las clases dentro de cada Estado. Tal sistema monetario inflexible es claramente inviable. En la práctica, desde el comienzo, cada Estado nacional tratará de sacar ventaja sobre los otros, lo que originará toda clase de conflictos, llevando finalmente a la ruptura.

Anarquía capitalista

El problema central podría exponerse sencillamente de la siguiente manera: la idea de que economías tan diferentes, todas girando en diferentes direcciones, puedan ser aprovechadas con éxito para una moneda central unificada, respaldada por fondos comunes y legislación obligatoria, es claramente falsa. El sistema capitalista es anárquico por propia naturaleza. Cuando las condiciones económicas de un Estado exijan un aumento de los tipos de interés y existan otros a los que no les sea necesaria una reducción, ¿Quién decidirá? No es difícil prever la respuesta. Como jefe del poder económico en Europa, Alemania impondrá su criterio a través del Bundesbank, que será el controlador de los bancos centrales. Ya hemos visto esto cuando el Bundesbank aumentó los tipos de interés sin molestarse en consultar a sus socios. Las cosas ya eran así incluso antes de la introducción de la UEM; la UEM sólo pondrá el sello oficial sobre la correlación de fuerzas ya existente.

Los problemas que han surgido en el período previo a la moneda única están poniendo un interrogante sobre la efectividad del proyecto 1999. Sólo alterando las cifras y moviendo los postes de la portería podrán mantener la apariencia de progreso. Pero tales maniobras indican que todo el plan es poco sólido desde el principio. Aunque han señalado que tienen la intención de entrar en la UEM en la primera oleada, España e Italia son demasiado débiles para conseguirlo sin causar contradicciones intolerables en sus países. Grecia queda excluida automáticamente, y eso que el gobierno de Simitis está lanzando un ataque sin precedentes contra los niveles de vida con la esperanza de clasificarse en algún momento del lejano futuro. Igualmente, los socialistas portugueses están haciendo el trabajo sucio de los capitalistas.

La verdad es que ninguno de ellos cumple los términos de Maastricht, excepto el minúsculo Luxemburgo. Que un país pueda clasificarse si se «aproxima» a los criterios de convergencia o tiene un déficit «temporalmente (¿?) demasiado alto» es un intento de salvar algo del embrollo.

Sólo con falsificaciones descaradas países como Bélgica pueden alcanzar el objetivo. Pero aquí tenemos otra contradicción. Theo Waigel, ministro de Economía alemán, reclama que el criterio sea estrictamente cumplido, so pena de una gran multa. Esto recuerda a uno de los sueños de Alicia en el País de las Maravillas, cuando se queja ante el rey: «No es una regla tradicional, acabas de inventártela». Y en realidad están inventando nuevas reglas todo el tiempo, lo que refleja los intereses en conflicto de los diferentes países capitalistas, que detrás del escenario están enzarzados en una lucha feroz. Chirac, reflejando la relativa debilidad de Francia, está exigiendo una suavización de las condiciones, mientras el Bundesbank pide garantías firmes de que las condiciones serán cumplidas al pie de la letra.

«‘Los alemanes recelan mucho del comportamiento de los otros países una vez que hayan entrado en la unión monetaria’, dijo Steven Englander, economista de Smith Barney en París». (Herald Tribune, 5/11/96). Aunque se lograse la UEM, las decisiones más importantes estarían en manos de los bancos centrales, que es como decir el capital financiero europeo, y eso por supuesto quiere decir el Bundesbank. El enorme aumento del poder del capital financiero parasitario es una de las características más importantes del actual período. Estos reaccionarios, banqueros de mente estrecha, intentarán gobernar con mano de hierro, imponiendo «disciplina presupuestaria» a todas las naciones sin tener en cuenta el estado de su economía. Citando a Lenin, ¡Esos cocineros sólo prepararán platos picantes!

La mentalidad de estos elementos queda reflejada con precisión en la propuesta de imponer multas automáticas a aquel gobierno que supere el 3% de límite del déficit presupuestario. Quieren que cada Estado nacional deposite una gran cantidad (el 0,2% de su PIB) en un fondo central, que se perdería si se superasen los límites. ¿Cómo funcionaría esto en la práctica? Dado el carácter desigual del desarrollo capitalista, será del todo imposible para los Estados europeos conseguir un presupuesto equilibrado al mismo tiempo. En la práctica, algunos se instalarán en el déficit mientras otros tendrán superávit, reflejando las fortalezas y debilidades de las diferentes economías y las diferentes fases del ciclo económico. El intento de obligar a economías diferentes a entrar en la camisa de fuerza de la moneda común causará toda clase de distorsiones y tensiones, como señalaba The Economist:

«De acuerdo con la fórmula alemana (a la que son contrarios otros países, especialmente Francia), los gobiernos que no puedan mantener sus déficits presupuestarios por debajo del 3% del PIB tendrán que realizar un ‘depósito’. Si el exceso de préstamos continuara, los fondos se perderían. Las multas se calcularían en un 0,2% del PIB, más otro 0,1% por cada punto porcentual que el déficit exceda del 3% del PIB. Un déficit del 6% del PIB acarrearía la multa máxima: el 0,5% del PIB, una enorme suma. Dicho de otra manera: no sería un pacto de estabilidad, sino de recesión profunda. Supongamos que un país con un déficit del 3% del PIB (pequeño para los niveles europeos actuales) comienza a entrar en recesión. Para prevenir el aumento del déficit sobre el límite impuesto, el gobierno necesitaría reducir el gasto y aumentar los impuestos, empeorando la crisis y poniendo de nuevo presión sobre los préstamos. Pensando en la escala del ajuste fiscal necesario, cabe recordar que cuando Gran Bretaña pasó del boom a la recesión, a finales de los 80, el balance financiero del sector público se deterioró en diez puntos: de un superávit del 3% del PIB a un déficit del 7%».

«Si un gobierno fracasa en mantener el déficit por debajo del 3% del PIB, tendría que pagar entonces una gran multa a las autoridades europeas. Difícilmente podrían costear estas sanciones. Si las normas permiten tal maniobra, en realidad estarían diciendo: préstamos para pagar el subsidio de desempleo no están permitidos, pero préstamos para pagar las multas por préstamos para pagar el subsidio de desempleo, sí. Esto parece ridículo, incluso para las normas de la UE» (The Economist, 14/12/96).

La introducción de la UEM no eliminará el ciclo boom-recesión. El movimiento hacia una recesión inevitablemente afectará a las finanzas de cada país de forma distinta, algo que dependerá de la fuerza o debilidad de cada uno de ellos, pero significará un declive en los ingresos por impuestos y un incremento en el gasto de partidas como el desempleo. ¿Qué medida podría tomar el gobierno británico en el caso antes mencionado? Bajo Maastricht, no se permitiría pedir dinero prestado para cubrir el déficit. La única salida sería reducir el gasto y aumentar los impuestos, en medio de una recesión. Si fracasasen, correrían el riesgo de una gran multa por permitir que su déficit presupuestario exceda del límite acordado del 3%. Tal multa, desde luego, incrementaría el déficit y llevaría a una situación peor. ¡Esta es la economía de un manicomio! Un bromista ha dicho que la UEM realmente significa la «Unión Europea de Masoquistas». No puede funcionar y los estrategas más serios del capital lo saben. Por eso Chirac está pidiendo «flexibilidad» -en interés de Francia-, y todos los demás están diciendo lo mismo.

¿Es posible la Unión Monetaria?

Ha habido no menos de cinco uniones monetarias en Europa en el siglo XIX, pero las únicas exitosas fueron aquellas que condujeron al establecimiento de un Estado unitario. De este modo, la unión monetaria establecida por Alemania en 1830 sentó las bases para la posterior unificación alemana. Lo mismo ocurrió con Italia, que realizó un proceso de unión monetaria como parte del movimiento hacia la unificación nacional en 1870. Esto pasó cuando el capitalismo estaba en su ascenso y jugaba un papel relativamente progresista en el desarrollo de las fuerzas productivas. La formación de los Estados nacionales fue el corolario necesario del desarrollo del mercado nacional. Pero la unión monetaria estable fue de la mano del establecimiento de un aparato estatal común: impuestos, fronteras, ejército y policía, así como un banco nacional. Cuando éste no fue el caso, todos los intentos fracasaron sin excepción.

Francia, Bélgica, Italia y Suiza formaron una zona monetaria vinculada a la plata en 1860, pero fracasó debido a los enormes déficits presupuestarios de Italia y la degradación de la moneda. Un factor adicional fue el movimiento internacional hacia el establecimiento del patrón oro, que ganó fuerza en los años 70 a resultas del desarrollo del comercio mundial. El imperio austro-húngaro participó brevemente en una moneda común con Prusia, proyecto que finalizó malamente con la guerra austro-prusiana de 1866. En ambos casos, una potencia estaba intentando establecer su dominación sobre las otras (la Francia de Luis Bonaparte en el primer caso y la Prusia de Bismarck en el segundo). Los países escandinavos también intentaron la unión monetaria en los años 70, fracasando entre disputas políticas.

La conclusión es clara: bajo el capitalismo no se puede conseguir una unión monetaria estable sin un Estado unificado. Además, la dominación aplastante del mercado mundial significa que, para ser viable, cualquier moneda regional debe encajar con el sistema de cambio monetario global. En el siglo pasado, eso se consiguió con la introducción del patrón oro, desde los años 70 en adelante. Todas las monedas nacionales tenían que estar unidas al oro, que proporcionaba un nivel objetivo de la medida del valor.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la aplastante superioridad del imperialismo norteamericano permitió imponer el dólar como la moneda internacional (dejando a la libra esterlina como moneda secundaria). En ese momento, además de la fuerza de su industria, que estaba intacta mientras Europa y Japón estaban en ruinas, EEUU atesoraba en Fort Knox dos tercios de las reservas mundiales de oro. De ese modo, el dólar fue «tan bueno como el oro». Pero desde el fracaso de Bretton Woods en fijar un sistema de precios, no han encontrado una alternativa satisfactoria. El resultado ha sido una situación cada vez más inestable en los mercados monetarios internacionales, con ingentes cantidades de dinero utilizadas para propósitos especulativos, sentando las bases para crisis periódicas y obligadas devaluaciones que ponen a Estados nacionales de rodillas en cuestión de horas.

Parte del propósito de la UEM es crear una moneda regional a prueba de tal inestabilidad, en la cual habrá que fijar un tipo de cambio que será decretado por el fiduciario de los bancos centrales europeos, que garantizarán unas finanzas «saneadas», como antes de 1915. Sin embargo, incluso desde un punto de vista exclusivamente económico, es una suposición arbitraria. No proponen unir la nueva moneda a un patrón metálico, el oro o la plata, como en el período anterior, que al parecer está lejos de retornar, ni unirla a un acuerdo global, como el de Bretton Woods. Lo que proponen es mantener un tipo de cambio fijo en un mercado mundial caracterizado por tipos de cambio en constante fluctuación. Los economistas estadounidenses son muy escépticos ante la idea. ¿Cuánto estará de saneado el euro? Si los mercados monetarios internacionales no están convencidos, no les valdrá lo que digan los banqueros europeos.

Al contrario que la demagogia de los euroescépticos, la UE no es un Estado federal ni hay perspectiva de que comience a serlo. Por tanto no puede funcionar de la misma forma, como dicen, que EEUU, que en caso de crisis puede canalizar fondos desde el centro hasta el estado que se encuentre en dificultades. En Canadá, que es también un Estado federal, el gobierno federal asegura las deudas de las provincias más pobres. Por ejemplo, las transferencias del gobierno federal a Terranova representan casi el 75% de sus ingresos. Por el contrario, el Tratado de Maastricht excluye tales ayudas. Todo el peso de una recesión debe ser soportado por cada Estado miembro sin ayuda. La intención es obligar a cada gobierno a mantener sus finanzas «saneadas» mediante el buen viejo método de aumentar impuestos, reducir el gasto público y privatizar las propiedades públicas. Esta estrategia no tiene en cuenta el hecho de que antes de la Primera Guerra Mundial los sindicatos y partidos obreros eran relativamente débiles y la propia clase obrera era una minoría en la mayoría de los países europeos (Gran Bretaña era la excepción porque había entrado en la fase de desarrollo capitalista mucho antes que los otros). Desde la Segunda Guerra Mundial, la correlación de fuerzas entre las clases en Europa es otra. Las reservas sociales de la reacción, en particular el campesinado, se han ido reduciendo a causa del desarrollo industrial. La clase obrera se ha convertido en la fuerza dominante de la sociedad y resistirá cualquier intento de eliminar sus conquistas.

El intento de regresar al capitalismo «clásico» provocará un resurgimiento sin precedentes de la lucha de clases. Pero no hay garantías de que traerá los beneficios que los capitalistas anticipan. Depositando una pesada carga sobre los hombros de las economías europeas más débiles, corren el riesgo de provocar un colapso. Los términos de la propuesta de la Unión Monetaria suponen que cada país debe mantenerse sobre sus propios pies (para utilizar la frase amada por los banqueros). Actualmente, los gobiernos europeos pueden conseguir dinero en los mercados financieros internacionales para cubrir sus deudas y, con la excepción de Grecia, consideran sus posesiones a salvo. [1]

Pero la ratio de las deudas pública y de pensiones italianas es más de dos veces la de Alemania. Cuando Italia ya no tenga su propia moneda ni banco central, tal debilidad inevitablemente conducirá a un aumento de los costes del crédito. Nueva York a veces paga una prima de riesgo mayor que Italia, aunque su ratio de deuda respecto a los ingresos es mucho menor. Incluso ahora las principales agencias de tasación de créditos no se ponen de acuerdo en cómo clasificar la futura deuda emitida en la nueva moneda, lo que sugiere que habrá grandes divergencias en la tasación de los créditos de los países europeos tras 1999. Los capitalistas de Italia y otras economías débiles se verán obligados a pagar tipos de interés más altos que los demás, viendo reducida así la tasa de beneficios. A largo plazo, esto puede desestabilizar las finanzas de tales países, aumentando el riesgo de crisis. Por primera vez, los inversores internacionales están hablando (en privado, por supuesto) del peligro de invertir en Europa.

Por ejemplo, Quebec está considerada como de alto riesgo y tiene que pagar primas considerables para obtener dinero prestado, debido al peligro de secesión; de la misma manera, el capital financiero internacional está contemplando el peligro de una ruptura de la UEM incluso antes de haber sido puesta en marcha. Calculan que la política permanente de recortes y austeridad exigida por la UEM provocará tal malestar social, que la romperá. Comenzando con países como Italia y Finlandia, las economías más débiles se verán obligadas a abandonarla.

«Aquellos que detectan una bocanada de desesperación señalan a Santer avisando la pasada semana que la moneda única morirá si se demora el acuerdo de implantarla en 1999. Los vacilantes gobiernos europeos habían enterrado planes establecidos en los años 50 para una unión defensiva europea occidental, Santer declaró en un periódico suizo: ‘Este ejemplo muestra que retrasar la unión monetaria sería el fin de todo’ (Financial Times, 13/2/96).

Sin embargo, la razón real por la que la UEM fracasará es debido a que los capitalistas europeos no son capaces de lograr las tasas de crecimiento del 5-6% anual que disfrutaban en el pasado:

«Wim Bergans, portavoz de la CES (Confederación Europea de Sindicatos) en Bruselas, la apoya [la UEM], pero advierte: ‘No queremos reabrir las negociaciones de la UEM, pero no habrá UEM con 20 millones de parados en Europa» (Ibid).

¿Es la Unión Europea progresista?

Una de las razones de la existencia de la UE es el propósito de continuar explotando las antiguas colonias europeas en África, Asia, el Caribe, etc. La diferencia es que es una explotación conjunta, contrariamente a la vieja relación sumisa de una colonia a su amo imperial, y el botín se obtiene mediante los mecanismos del comercio mundial, a diferencia del robo directo perpetrado bajo el dominio militar. Las ex colonias son utilizadas como fuente de materias primas y mano de obra baratas, aunque con un desempleo de masas esto es menos necesario que en el pasado. En el período de auge, los capitalistas europeos estimularon la inmigración desde las antiguas colonias. Ahora, en el declive, los inmigrantes se han convertido en chivos expiatorios del paro y en objetivo de la demagogia de políticos de derechas, como Le Pen en Francia. El racismo es el compañero inseparable del imperialismo.

Lenin señaló que una de las características del imperialismo es la dominación del capital financiero. El tratado de Maastricht es un buen ejemplo de ello. Todas las principales palancas del poder financiero estarán (al menos teóricamente) en manos del Banco Central Europeo, con una junta directiva formada por seis consejeros (incluyendo el presidente) y los gobernadores de los bancos centrales miembros. Todo el esquema ha sido cocinado por el Bundesbank, que se supone es «independiente» del gobierno alemán. El nuevo banco central se supone incluso que será más independiente, ya que no dependerá de ningún gobierno nacional.

El «Parlamento» europeo será, más que los parlamentos nacionales, un mero foro de debate que no podrá resolver nada excepto en cuestiones muy marginales. El banco sólo será requerido para «testificar» ante el Parlamento europeo de vez en cuando. Lo que aquí tenemos es una expresión descarnada del esfuerzo del capital financiero para dominar sin límites, liberarse de todas las restricciones y disfrutar del poder supremo. Bajo el capitalismo, la cruda realidad de la «unidad» europea es la dominación completa del capitalismo financiero y monopolista, en detrimento de los intereses de las masas, los trabajadores, campesinos, parados, pensionistas y pequeños comerciantes. Estos banqueros y sus aliados de los grandes monopolios realizarán una implacable política de recortes del nivel de vida de la población en nombre del capital, independientemente de las consecuencias sociales que conlleven.

Esto es precisamente lo que queremos decir cuando afirmamos que una Unión Europea capitalista es una utopía reaccionaria. Es utópica porque no se puede conseguir completamente. La existencia de profundos conflictos de intereses entre los capitalistas de los diferentes Estados nacionales, como las fallas en geología, inevitablemente creará situaciones de ruptura en un momento dado. Paradójicamente, el propio intento de implantar una moneda común hará esas tensiones incluso más convulsivas. Pero es el grado de dominación de los bancos y monopolios sobre las vidas de las personas lo que sella su carácter de utopía reaccionaria: no hay nada absolutamente progresista en ello.

Teóricamente independiente, el banco central será el único en el mundo gobernado por un tratado firmado entre quince países. En la práctica, llevará adelante una política en interés de los Estados más poderosos, en primer lugar Alemania. La idea de un banco central supranacional, libre de presiones nacionales, es obviamente algo sin sentido. De la misma forma, las grandes compañías multinacionales no pueden estar separadas de su base nacional, aunque sus operaciones se realicen a lo largo del mundo. ¿Alguien cree seriamente que la General Motors no es una compañía norteamericana? ¿O que Mitsubishi no es japonesa? De la misma manera, en última instancia, el Banco Central Europeo será dirigido por el Bundesbank, que reflejará fielmente los intereses de los capitalistas alemanes. Siguiendo una política financiera conservadora, supuestamente la que él mismo libremente decida, el banco central proporcionará al gobierno de Bonn, y a todos los demás, la conveniente excusa de recortes y austeridad permanente, como resultado del «principio sagrado» de libre mercado e independencia financiera. ¿Y quién puede pelearse por eso? En realidad habrá muchas disputas, y muy feroces.

Intentar llevar adelante una política que signifique austeridad permanente no puede sostenerse. Llevará a una explosión social tras otra, con luchas, huelgas generales, manifestaciones de masas e incluso movimientos insurreccionales. Lo que ha ocurrido en Albania es un aviso. Bajo determinadas condiciones, puede haber nuevas «Albanias». Hemos entrado en un período totalmente nuevo, caracterizado por cambios bruscos y repentinos en la situación. Las clases dominantes europeas han sembrado vientos y recogerán tempestades. La situación será mucho más similar a los años 20 y 30 que al período de las pasadas cinco décadas. [2]

Sin embargo, las potencias capitalistas avanzadas han acumulado una considerable capa de grasa en el último medio siglo. Enfrentadas con un movimiento de masas, se verán obligadas a abandonar sus planes y optar por una política de expansión del gasto en un momento determinado. Las políticas monetaristas neoliberales han demostrado su bancarrota. Ahora, la idea de privatizar le apesta en las narices incluso a las clases medias. Están preparando una masiva reacción contra ella y un gran giro a la izquierda. Es irónico que los reformistas de izquierda hayan abrazado el «mercado» justo en el momento en que comienza a resquebrajarse. El intento de imponer austeridad permanente acabará con todos los planes de una moneda común europea. Un retorno a la inflación socavará rápidamente el euro en los mercados internacionales. Pero una caída en el valor del euro tendrá otras consecuencias. El boom estadounidense probablemente llegará a su fin cuando los europeos estén tratando de implantar la moneda común. Una recesión en EEUU pondrá presión sobre el dólar, dado el persistente déficit exterior de EEUU. Esta sería la señal para un nuevo comienzo de devaluaciones competitivas, con los norteamericanos permitiendo al dólar caer para restaurar la competitividad de sus exportaciones. Fue precisamente esta clase de devaluaciones competitivas las que socavaron el comercio mundial antes de la Segunda Guerra Mundial y transformaron la recesión en una depresión mundial. El retorno a tales condiciones es bastante posible en el próximo período.

Una divertida variante es la idea que ponen en circulación los nacionalistas, por ejemplo en el País Vasco o Escocia, de que la UE representa, de alguna manera, un desarrollo progresista que ayudará a la causa de las pequeñas naciones. Buscan transformar en bella la realidad de la Europa del gran capital hablando de una «Europa de los pueblos». ¡Qué locura! ¿Desde cuándo los grandes bancos y monopolios actúan en interés de las pequeñas naciones? Esto es típico de los prejuicios pequeño-burgueses de los dirigentes nacionalistas, que, rechazando el análisis clasista de la sociedad, inevitablemente caen bajo la influencia de las ideas de la clase dominante. Lejos de beneficiar a los vascos, escoceses o galeses, una Europa capitalista pisoteará sus intereses, destruirá sus industrias y empobrecerá a sus poblaciones. Una Europa capitalista representa una trampa para todos los pueblos.

Marx sobre el «libre comercio»

Hace cien años, Carlos Marx explicaba que, en la lucha entre los liberales y los conservadores sobre libre comercio o proteccionismo, la clase obrera tenía que mantener una posición independiente. No debía estar a favor de ninguna de las dos porque era simplemente una lucha entre diferentes sectores de la burguesía, en la que los trabajadores no tenían ningún interés. La aristocracia del campo, por su propia conveniencia, defendía el proteccionismo, mientras que la burguesía industrial, defendiendo también sus propios intereses, era partidaria del libre comercio. Las débiles burguesías de Francia y Alemania estaban a favor del proteccionismo. En el curso de esa lucha, que se convirtió en extremadamente acalorada, los sectores rivales de la clase dirigente intentaron conseguir el apoyo de la clase obrera. ¿Cuál fue la posición de Marx y Engels? Adoptaron una firme postura de independencia de clase y aconsejaron a los trabajadores negar el apoyo a cualquiera de los dos bandos. Esto sucedió a pesar de que, en abstracto, se podría argumentar que el libre comercio era más progresista que el proteccionismo. Sin embargo, cuestiones de esta naturaleza nunca pueden ser planteadas en abstracto. Es necesario plantear la cuestión de manera concreta, es decir, desde un punto de vista de clase. Y como está claro que los intereses de la clase obrera no pasan por la política de ninguno de los diversos sectores de la burguesía, el movimiento obrero debe adoptar una postura política independiente.

El actual debate sobre la UEM tiene un notable parecido con esa controversia. Entonces como ahora, hay una marcada diferencia de opinión entre varios sectores de la clase capitalista británica. De la misma forma, los marxistas no estamos ni a favor ni en contra de la salida de la UE sobre las bases del capitalismo. Los intereses de la clase obrera no están representados en ningún caso.

Es totalmente equivocado argumentar a favor de la devaluación o de la inflación como una manera de resolver la crisis del capitalismo, como hacen algunos dirigentes de izquierdas. Esa no es en absoluto la solución porque representa un ataque directo a las condiciones de vida a través del aumento de precios, y en cualquier caso sólo terminaría incluso en una deflación más severa que antes. Desde el punto de vista de la clase obrera, no hay que elegir entre deflación e inflación. Son la cara y la cruz de una misma moneda (la elección entre la muerte por decapitación o quemarse en una hoguera). No queremos ni una cosa ni la otra, sino sólo el derecho a vivir y trabajar en condiciones decentes. Pero este derecho es ahora incompatible con el dominio de la renta, el interés y el beneficio. En EEUU, la manía de reducir la contribución del Estado ha llevado en la actualidad a ¡un intento de enmendar la Constitución para declarar ilegales los déficits presupuestarios! Incluso los economistas burgueses lo consideran una locura.

Por una alternativa de clase a la Unión Europea

¿Esto significa que somos indiferentes a la cuestión del Tratado de Maastricht y la Unión Europea? En absoluto. Pero insistimos que este tema, como los demás, debe ser considerado desde un punto de vista de clase. Los trabajadores a lo largo y ancho de Europa están enfrentándose con el desempleo y los cierres de empresas y están cuestionándose el carácter de clase de la Unión Europea. Decenas de miles han tomado las calles para protestar por la pérdida de empleo en Alemania, Francia, Bélgica y España. Como declaró un metalúrgico belga durante una manifestación contra el paro celebrada recientemente: «Europa es para el capital, es una Europa que no tiene nada que ver con los trabajadores». Este sentimiento se está generalizando y está preparando las condiciones para la lucha en toda Europa contra la dictadura de los banqueros y capitalistas, que oprimen a todos los pueblos de nuestro continente. Para lograrlo, no obstante, es vital que el movimiento obrero no se enrede en las denominadas alianzas con sectores reaccionarios de la clase capitalista que se muestran hipócritamente como los defensores de una imaginaria «unidad nacional».

Es necesario una alternativa de clase a la UE capitalista. Ante cuestiones de este tipo, los marxistas necesitamos tener en cuenta dos consideraciones fundamentales: mantener un punto de vista de clase independiente y no caer en posiciones que defiendan los intereses de algún sector de la burguesía. El objetivo del movimiento obrero no es alinearse con una de las facciones capitalistas, sino luchar por la transformación socialista de la sociedad, nacional e internacionalmente, como única solución a nuestros problemas. Olvidarlo conduce inevitablemente a la confusión.

Estamos acostumbrados a ver a los dirigentes obreros reformistas de derechas haciéndose eco de las opiniones de los grandes capitalistas. Después de todo, ése es su papel. Desdichadamente, los reformistas de izquierdas, incluso los mejores y más honestos, siempre abordan estas cuestiones desde un marco capitalista, en vez de aproximarse desde un punto de vista de clase, y por tanto acaban defendiendo posturas reaccionarias. Se encuentran en compañía de toda clase de elementos chovinistas de derechas y enemigos declarados de la clase obrera. Esto es inevitable si no se permanece firme en los principios marxistas y la perspectiva socialista.

La oposición a la Europa de los monopolios no significa que debamos apoyar la «independencia nacional» defendida por los euroescépticos. La política de autosuficiencia nacional (autarquía) ha fracasado en todas partes donde ha sido puesta en práctica, y más en la época moderna, donde todo se decide en la economía mundial. El intento de construir el «socialismo en un solo país» llevó al desastre en Rusia y China, aunque ambos poseían poderosas economías basadas en los recursos de subcontinentes. ¿Qué futuro tendrían aislados pequeños países como Gran Bretaña, Francia o incluso Alemania? La idea de combinar los recursos económicos de Europa y del conjunto del mundo es una meta progresista que representa la única salida seria a la actual crisis de la humanidad. Los dos principales obstáculos que están impidiendo un mayor desarrollo de la industria, la agricultura, la ciencia y la técnica mundiales son la propiedad privada de los medios de producción y el Estado nacional. Sólo eliminando estos obstáculos puede la sociedad liberarse de los grilletes que frenan su desarrollo. De esta manera, la alternativa real a la UE capitalista no es la «independencia nacional», sino los Estados Unidos Socialistas de Europa.

Como Lenin explicó hace tiempo, es imposible una Europa auténticamente unida bajo el capitalismo. Los intereses nacionales separados de cada clase capitalista están ahí. En cualquier caso, las propuestas de la UE y Maastricht están muy lejos de eso. Pero incluso si se pudiese conseguir, sería totalmente reaccionaria, ya que sólo se podría llegar a ella por los medios más brutales. Hitler lo intentó mediante la conquista militar.

Los marxistas y la UE

La Unión Europea no es otra cosa que un club capitalista, una unión aduanera glorificada, establecida para favorecer los intereses de los grandes monopolios europeos. No tiene nada en común con los intereses de la clase obrera. Este es nuestro punto de partida. Nuestra oposición a la UE es exactamente la misma que nuestra oposición al capitalismo en general. Tenemos una postura de clase independiente.

Esta es nuestra posición general. Sin embargo, es necesario unir las demandas generales a un programa concreto de lucha contra todos los intentos de descargar el peso de la crisis del capitalismo sobre los hombros de la clase trabajadora, jubilados, desempleados, enfermos, mujeres y jóvenes. Hay una oposición creciente en el movimiento obrero, especialmente de su izquierda, contra los criterios de convergencia. Estamos en contra de Maastricht porque nos oponemos a todas las medidas capitalistas perjudiciales para la clase obrera. No obstante, no debemos caer en la ilusión, como hacen algunos dirigentes de izquierdas, de que las medidas de austeridad son simplemente debidas a Maastricht. Maastricht es la excusa para los recortes y ataques que están teniendo lugar por toda Europa, que tendrían lugar con o sin Maastricht. Según los economistas de derechas, los costes laborales son demasiado altos. Esta situación hunde sus raíces en la propia crisis del capitalismo. Esa es la razón de que las medidas de austeridad estén teniendo lugar simultáneamente en todos los países capitalistas.

A pesar de todas las contradicciones, las principales potencias imperialistas europeas están decididas a ponerse a la cabeza del euro. El plan es introducirlo a principios de 1999, pero el advenimiento de una nueva recesión mundial puede trastocar los planes. ¿Cuál es nuestro punto de vista sobre el euro? En primer lugar, no podemos considerarlo en abstracto. ¿Quién lo va a introducir y por qué se está introduciendo? Bajo el capitalismo, tenemos que oponernos a la introducción de una moneda única que será utilizada para reducir los niveles de vida. Obviamente, en una Europa socialista habría una moneda común para facilitar el intercambio y la planificación. Pero aquí y ahora se hace por razones diferentes. La moneda única no es un tema abstracto: tenemos que considerar en concreto cómo se utilizará su implantación para llevar adelante ataques contra las condiciones de vida, etc. En otras palabras, tenemos que extraer todas las implicaciones y consecuencias para la clase obrera de una moneda única capitalista. En cualquier referéndum pediríamos el ‘no’ y contrapondríamos el argumento de una Europa Socialista.

Incluso donde la UE pretende defender los intereses de los trabajadores (la Carta Social Europea), no hay protección real contra la explotación capitalista. La única defensa real es la unidad, organización y conciencia de clase de los trabajadores y su voluntad de luchar. Que esto existe y está en ascenso, se ve claro en las luchas de los trabajadores de Alemania, Francia, Bélgica y otros países en los últimos años. La Carta Social no ofrece protección contra las reducciones de salarios, los cierres de empresas y los despidos. El gobierno belga declaró que Renault había violado la ley al no «consultar» a los trabajadores de Vilvoorde antes de anunciar el cierre de la planta. Como si esto resolviera el problema. Ningún tipo de «consulta» resolverá los problemas creados por la actual crisis del capitalismo. Incluso donde los trabajadores han tenido éxito en luchar contra los despidos (y debemos apoyar decididamente todas estas luchas), la victoria es sólo temporal. Los empresarios y sus gobiernos pronto vuelven al ataque; lo que dan con la mano derecha, después lo quitan con la izquierda.

La razón para estas mentiras no es el capricho de este o aquel ministro, sino el impasse del sistema capitalista. Los dirigentes reformistas de derechas en los sindicatos hace tiempo que han abandonado la idea del socialismo. Pero los reformistas de izquierdas no tienen una política mucho más viable. Sus demandas de reformas y más gasto público son bastante utópicas desde el punto de vista del capitalismo moderno. Están tratando de basarse en un capitalismo que hace mucho que ya no existe. Bajo las actuales condiciones, una política de medias tintas es peor que inútil. Cualquier intento de regresar a los métodos keynesianos causaría una explosión de la inflación, un colapso de la inversión y la moneda y una situación peor que la de antes. Sólo los reformistas de izquierda creen en esas medidas, y consecuentemente son incapaces de proponer argumentos socialistas convincentes contra la UE. Esta es la razón principal que explica por qué han sido derrotados por la derecha en todas partes, aunque esta situación cambiará en el próximo período.

Sólo una política marxista basada en el internacionalismo proletario y el programa de la transformación socialista de la sociedad puede armar al movimiento obrero para una lucha seria contra los capitalistas europeos. Es necesario luchar por la expropiación de los bancos, grandes empresas y monopolios y por una economía planificada socialista bajo la gestión y control democrático de la clase obrera. Debemos tener una perspectiva internacionalista basada en la necesidad de combinar armoniosamente el enorme potencial productivo europeo, aboliendo las fronteras, esos restos del barbarismo, y crear las condiciones para la libre circulación y la confraternización de los pueblos. Un plan de producción democrático y socialista planificaría los enormes recursos económicos, materiales y humanos y acabaría con la pesadilla del paro. La introducción de la jornada laboral de 32 horas semanales es la condición previa para poner a 18 millones de parados europeos a trabajar. Liberado de las restricciones artificiales de la producción en función del máximo beneficio y de los estrechos confines del Estado nacional, la producción se elevaría a niveles nunca vistos. Este es el camino para establecer una economía libre, y no la locura de la anarquía capitalista. De esta manera, no estaríamos hablando de un objetivo miserable del 2-3% de crecimiento anual, como en la actualidad, sino de una tasa de crecimiento del 10% como un mínimo absoluto.

Tal objetivo, muy modesto para una economía planificada basada en la unidad de los recursos de Europa, significaría que en diez años el bienestar europeo se doblaría. No habría que hablar más de austeridad, recortes, cierres de escuelas y hospitales, etc. Todo lo contrario. Sería posible lanzar los planes más ambiciosos de trabajo público jamás vistos en la historia. En vez de reducciones de los niveles de vida y largas horas de trabajo, se incrementarían los salarios y las pensiones cada año y se reduciría progresivamente la jornada laboral. Un incremento de la producción generaría mayor bienestar. En muy corto espacio de tiempo, aboliríamos la pobreza y las privaciones, incluso en las regiones más atrasadas de Europa.

Esto haría que el problema nacional fuese un recuerdo del pasado. Dentro del marco de un floreciente Estado socialista y democrático, cada pueblo tendría garantizado su plena igualdad y autonomía para controlar sus propios asuntos, hablar su propia lengua y desarrollar su propia cultura. Lejos de oprimir y estrangular a las pequeñas naciones, una Europa socialista les daría plena libertad para desarrollarse y prosperar. En lugar del viejo nacionalismo claustrofóbico y reaccionario, que es compañero inevitable de la xenofobia, un nuevo espíritu emergería, en línea con las demandas de la era moderna: un espíritu de fraternidad y cooperación entre los pueblos para realizar el pleno potencial de Europa. Esto sería una guía para los pueblos de África, Asia y el resto del mundo, sentando las bases para el establecimiento de una federación socialista mundial.

Esto no es una utopía, sino una visión totalmente realista, incluso modesta, de lo que sería posible con el actual nivel productivo de la industria, la agricultura, la ciencia y la tecnología europeas. Pero este potencial no puede desarrollarse plenamente mientras Europa permanezca dividida y bajo la dominación de un puñado de banqueros y grandes monopolios. La lucha por la emancipación de la humanidad de la barbarie capitalista y la creación de un mundo apropiado para las personas que viven en él, a través de la transformación radical de la sociedad, es el único objetivo realmente honesto de los trabajadores y la juventud en vísperas del siglo XXI.

  • ¡No a Maastricht! ¡No más recortes!
  • ¡No a la Europa de los banqueros y capitalistas!
  • ¡Nacionalización de los bancos y monopolios bajo control de los trabajadores!
  • 4 de Junio, 1997

    [1] Grecia accedió posteriormente a la UEM tras falsificar su Gobierno las cuentas públicas. El autor, Alan Woods, consideraba entonces a Italia como el eslabón más débil del proyecto [nota del editor].

    [2] En 1997 se produjo la quiebra financiera de Albania y una posterior crisis revolucionaria al quebrar varios bancos basados en el «modelo piramidal». Éstos llamaban a los ahorristas a invertir en ellos sus ahorros, con el beneficio de intereses altísimos, que se replicarían, sumándose a ellos los beneficios generados en el proceso, para volver a repetirse el proceso, y así permanentemente… Centenares de miles de personas se entregaron a este «milagro» del nuevo capitalismo, hasta que los bancos dejaron de entregar beneficios [nota del editor].

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