A cien años de la fundación del PCE (II): Los años decisivos
Se cumple el centenario de la fundación del Partido Comunista de España, una de las organizaciones obreras más importantes y de mayor relevancia histórica que han existido en el Estado español. Publicamos la segunda parte de nuestro trabajo sobre la historia del PCE, que trata de las vicisitudes del partido desde la República hasta la actualidad.
El devenir del PCE en los últimos 90 años no puede entenderse sin tener en cuenta lo sucedido en la Unión Soviética y la Internacional Comunista. Aunque hoy parezca a muchos una concepción extraña, los partidos comunistas no fueron forjados como partidos nacionales, sino como secciones de la Tercera Internacional en cada país, pues no era otro que la revolución socialista mundial el objetivo de la formación de la URSS y de la Internacional Comunista.
Contenido
- 1 La degeneración burocrática de la URSS y de la Internacional Comunista
- 2 Los años de la II República2
- 3 El fascismo y el frente popular
- 4 El PCE en vísperas de la tormenta
- 5 La guerra civil: revolución y contrarrevolución
- 6 Los primeros años de la posguerra
- 7 La heroica lucha contra la dictadura
- 8 El “eurocomunismo”
- 9 La Transición 4
- 10 Conclusiones
La degeneración burocrática de la URSS y de la Internacional Comunista
El proceso de degeneración burocrática de la URSS y de la Internacional Comunista que se consumó a finales de los años 20 del pasado siglo, no fue la obra de un individuo, sino el producto de condiciones materiales concretas.1 Años de aislamiento, guerra civil y acoso del imperialismo, en un país pobre y devastado como era Rusia entre 1917 y1924, provocaron una deformación burocrática y totalitaria de la revolución rusa, que se aceleró tras la muerte de Lenin. La burocracia resultante, dirigida por Stalin, purgó el ala izquierda del Partido Comunista —dirigida por León Trotsky– y se convirtió en una casta conservadora que se dotó de privilegios materiales inaccesibles a la mayoría de la población.
Los métodos burocráticos de dirección y la mediocridad política de la nueva casta dirigente se trasladaron al plano político en cuanto a análisis, orientación y actuación dentro de la URSS y en la Internacional Comunista. La previsión, y una política socialista e internacionalista consecuente, fueron sustituidas por el impresionismo, el oportunismo y la defensa de los estrechos intereses nacionalistas de la burocracia rusa, que resultó en zig-zags políticos continuos a izquierda y derecha.
En lo que se refiere a los aspectos políticos y teóricos, la dirección del PCUS bajo Stalin promulgó ya en 1924 la teoría antimarxista del “socialismo en un solo país”, la idea de que la URSS con sus propios esfuerzos podría llegar al socialismo de manera aislada, lo cual no podía nunca ser el caso, como así sucedió. El socialismo supone un desarrollo productivo y tecnológico, y de bienestar social, superior al de la nación capitalista más desarrollada, pues no otra es la justificación histórica del socialismo. Y, paralelamente, el socialismo implica la extinción gradual del Estado y de todo tipo de represión, en flagrante contradicción con el régimen terriblemente burocrático y totalitario que se impuso en la Unión Soviética.
No obstante, esta política iba a tener consecuencias de más largo alcance para los partidos comunistas nacionales. Si la URSS podía construir el socialismo sin necesidad de extender la revolución socialista a nivel internacional, la tarea prioritaria de los partidos comunistas en cada país no sería impulsar su propia revolución socialista sino maniobrar con su burguesía nacional para impedir la asfixia económica y diplomática de la URSS, como primer y único Estado socialista que había que preservar a toda costa. Además, cada partido comunista podría argüir su propia “vía nacional al socialismo” sin la necesidad de la solidaridad y de la lucha de clases internacional. De manera brillante, León Trotsky pronosticó que esto conduciría a la degeneración nacional-reformista, socialdemócrata, de los partidos comunistas en todos los países. Esto se hizo completamente evidente a partir de 1933-34 con la política de los Frentes Populares de colaboración con una inexistente burguesía “democrática” y con la restauración de la “teoría de las dos etapas” defendida por los mencheviques en la Revolución Rusa: la primera etapa sería la colaboración con la burguesía “democrática” contra los resabios feudales para instaurar una república capitalista avanzada, y en una etapa posterior e indeterminada se plantearía la lucha por el socialismo.
El método impresionista de análisis condujo, como ya se dijo, a continuos zig-zags a izquierda y derecha, maleducando y desorientando a los jóvenes partidos comunistas de todos los países. Tras la muerte de Lenin tuvo lugar un primer giro a la derecha. En dicho período la burocracia soviética favoreció la acumulación capitalista en el campo soviético y despreció el programa “industrialista” de la Oposición de Izquierdas. A nivel internacional, fue el período de contemporización con la burocracia sindical de Occidente y con el burgués Kuomintang en China, que resultaron en terribles derrotas para los trabajadores.
A fines de la década de 1920, aterrorizada por el fortalecimiento de los campesinos ricos, los kulaks, la burocracia moscovita imprimió un giro brusco hacia un izquierdismo furioso con la colectivización forzosa del campo soviético, y la llamada política del “Tercer Período”, que sería supuestamente la fase final de la lucha contra el capitalismo, y que consideraba a todas las demás tendencias del movimiento obrero (trotskistas, anarquistas, socialdemócratas, sindicalistas) como enemigas y contrarrevolucionarias. La política del Frente Único con otras organizaciones de masas del movimiento obrero, aprobada en el III Congreso de la Internacional Comunista, fue arrojada a la basura. Esta política loca terminó en el desastre de la toma del poder por Hitler en Alemania en 1933, ya que la negativa de los dirigentes del Partido Comunista alemán a proponer a los socialdemócratas un frente único de lucha contra los nazis, permitió a estos acceder al poder sin una oposición seria de la clase obrera alemana que quedó paralizada por sus dirigentes.
Finalmente, una vez que Stalin se quemó los dedos con estas políticas, y temiendo una guerra con la Alemania nazi, dio paso a un nuevo giro a la derecha declarando la época de los Frentes Populares, es decir una alianza de los partidos obreros con sectores burgueses “democráticos” contra el fascismo, al precio de paralizar toda acción revolucionaria del proletariado en dichos países. El Frente Popular, pese a su apariencia, no tiene nada que ver con la política del Frente Único proletario leninista. Más bien, lo contrario. La política leninista en pro de la revolución socialista mundial fue sustituida por el mantenimiento del “status quo” con las potencias capitalistas “democráticas” europeas. Una política que llegó para quedarse hasta el final de la existencia de la URSS, décadas más tarde. No por casualidad, Stalin disolvió unilateralmente la Internacional Comunista en 1943, como un “gesto de buena voluntad” a sus aliados occidentales en la Segunda Guerra Mundial.
Dada la autoridad que el régimen soviético tenía en los militantes comunistas de todos los países, la burocracia rusa pudo maniobrar para impedir cualquier debate democrático en el seno de la Internacional sobre la lucha fraccional surgida en la URSS a la muerte de Lenin y sobre todos los desarrollos políticos trascendentales acaecidos a lo largo de la década siguiente.
En el plano organizativo, la degeneración burocrática del Partido Comunista soviético fue trasladada al conjunto de la Tercera Internacional. La falsa política establecida por la Internacional Comunista en cada país conducía inexorablemente a derrotas amargas (Alemania, China, Gran Bretaña, Bulgaria, etc.). Para preservar su prestigio y autoridad, los dirigentes de Moscú culpaban de dichas derrotas a los dirigentes nacionales por una mala aplicación de la línea política. Así se inició la política, instaurada por Zinoviev cuando era aliado de Stalin, de deponer y nombrar burocráticamente desde Moscú a las direcciones nacionales, sin permitir un debate democrático en los partidos comunistas de cada país. Esto castró el desarrollo de cuadros políticos adiestrados en la lucha y en el debate político y de balance honesto sobre las políticas aplicadas. Este tutelaje burocrático de los partidos comunistas nacionales prosiguió con el descabezamiento de todos los dirigentes nacionales que escapaban al control de la burocracia moscovita o se atrevían a cuestionar sus políticas.
En lo que a España se refiere, el PCE no escapó a este destino, y durante los años subsiguientes sus dirigentes quedaron relegados a ser un juguete en manos de la burocracia estalinista de Moscú, que utilizó el partido español para sus cínicos intereses con las consecuencias más trágicas, como veremos.
Los años de la II República2
La represión de la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) fue descargada fundamentalmente sobre la CNT y el PCE. Sus militantes más activos fueron detenidos y encarcelados, mientras otros tenían que escapar al exilio. Esto menguó bastante las filas del partido, que apenas contaba con 1.500 militantes al comienzo de la dictadura. El tradicional aislamiento del partido de las masas en aquella época se vio reforzado por la política ultraizquierdista y sectaria que imprimió la Internacional Comunista a sus secciones nacionales a fines de los años 20. Eso, en condiciones de dictadura y represión, tuvo el efecto de aislar aún más al PCE y achicar sus efectivos.
En medio de este desierto, apareció un oasis en la CNT sevillana. En 1927, su principal dirigente, el obrero panadero José Díaz, fue ganado para el PCE, arrastrando a gran parte del sindicato y de sus dirigentes. Esto convertiría a Sevilla, junto con Vizcaya, en el baluarte principal del PCE en España hasta bien entrada la República.
No obstante, esto no cambió sustancialmente el curso declinante del partido. Por esa época fueron expulsados la federación catalano-balear del partido, dirigida por el excenetista Joaquín Maurín, acusada de “desviación derechista”, así como simpatizantes de las posiciones de izquierda de León Trotsky, como Juan Andrade y otros, que eran miembros fundadores del PCE. De esta manera, al proclamarse la II República en abril de 1931, el partido contaba con menos de 1.000 militantes activos.
La dirección del PCE recibió la proclamación de la República con una actitud desdeñosa, despreciando las ilusiones democráticas de las masas con una agitación abstracta y doctrinaria a favor de formar soviets.
En 1932, como ya era tradición, los dirigentes del PCE fueron destituidos por la dirección de la Internacional, sólo unos meses después de celebrarse su IV Congreso en Sevilla, y su secretario general, José Bullejos, fue expulsado. En su lugar, Moscú puso al frente del partido al tándem José Díaz–Dolores Ibarruri, más tarde conocida como “La Pasionaria”.
El PCE fue elevando poco a poco el número de sus activos, pero a un nivel extremadamente bajo en medio de una situación revolucionaria. Su sectarismo e incapacidad para establecer políticas de frente único con las demás organizaciones proletarias, que incluía el establecimiento de sus propios y pequeñísimos sindicatos “rojos” al margen de las grandes centrales sindicales UGT y CNT, le impedía probar su programa y consignas a los ojos de las amplias masas de la clase obrera.
Una prueba de ello fue su actitud desdeñosa hacia la formación de las Alianzas Obreras a fines de 1933, un frente único de organizaciones obreras contra el fascismo, propuestas inicialmente por los trotskistas de la Izquierda Comunista de Andreu Nin y el Bloque Obrero y Campesino de Joaquín Maurín, la antigua Federación catalano-balear del PCE. Las Alianzas Obreras recibieron un potente impulso con la incorporación del PSOE y la UGT de Largo Caballero, lo que permitió su extensión por todo el país. Eso fue justo después de las elecciones legislativas del otoño de 1933 que dieron una mayoría a la derecha, tras la frustración provocada por la política cobarde del gobierno de coalición republicano-socialista de 1931-1933, que no pudo resolver ninguno de los problemas planteados por la revolución española: la reforma agraria, la democratización del ejército, acabar con el poder de la Iglesia, el derecho de autodeterminación para Catalunya, la independencia del Marruecos español, y la mejora de las condiciones de vida de la clase obrera. Todos estos problemas irresueltos estaban enraizados en el atrasado capitalismo español y encararlos implicaba cuestionar el sistema capitalista mismo, algo a lo que no estaban dispuestos los dirigentes reformistas del PSOE y mucho menos sus aliados republicanos burgueses, una parte de los cuales (el sector del corrupto Alejandro Lerroux) rompió con el gobierno y se alió con la derecha profascista de Gil Robles, la CEDA, precipitando las elecciones.
La misma actitud desdeñosa mantuvieron los dirigentes del PCE hacia la crisis y diferenciación interna que se produjo posteriormente dentro del PSOE, con el giro a la izquierda de Largo Caballero y el llamamiento público que hicieron las Juventudes Socialistas (JJSS) a todas las organizaciones que se encontraban a su izquierda para que ingresaran al PSOE y a las JJSS para ayudarlos a “bolchevizar el partido”. Inicialmente, la dirección del PCE y de la Juventud Comunista despreció el ofrecimiento. Hay que tener en cuenta que las JJSS contaban en aquel momento con decenas de miles de jóvenes que se posicionaban abiertamente a favor de la revolución socialista. Fue justamente el rechazo sectario a este ofrecimiento por parte del grupo trotskista español, la Izquierda Comunista, que tenía 2.000 miembros, lo que precipitó su ruptura con la Liga Bolchevique-Leninista Internacional que encabezaba León Trotsky.
El sectarismo del PCE dio un giro de 180º tras el cambio de política de la Internacional Comunista, a comienzos de 1934, un año después del golpe de Hitler en Alemania en marzo de 1933 quien liquidó de un plumazo al Partido Comunista alemán, el más poderoso del mundo fuera de la URSS. Fue entonces cuando Stalin impulsó la política de los llamados Frentes Populares, como se mencionó en un apartado anterior.
Así, justo antes de la entrada de la CEDA al gobierno de Lerroux a comienzos de octubre de 1934 y de la huelga general revolucionaria decretada por las Alianzas Obreras, fue cuando el PCE se integró en este organismo. Este cambio de orientación resultó muy positivo para el partido. Y su participación activa en el movimiento revolucionario de Asturias le permitió arraigarse en un sector del proletariado de esta región.
Finalmente, la dirección comunista también cambió de actitud hacia las JJSS y a comienzos de 1935 aceptó el ofrecimiento de su entonces dirigente, Santiago Carrillo, de iniciar conversaciones con vistas a una posible unificación de las JJSS con la Juventud Comunista. Carrillo y otros dirigentes de las JJSS fueron invitados a viajar a la URSS donde fueron ganados para las posiciones estalinistas, deslumbrados por el “paraíso socialista”, acuciados por la necesidad de “hacer algo” ante el avance internacional del fascismo, y faltos de otra alternativa política tras la negativa criminal de Nin y de la Izquierda Comunista de luchar por el control de las JJSS.
El PCE, aunque seguía siendo una fuerza muy pequeña comparada con el PSOE o la CNT, que contaban con cientos de miles de militantes, había acumulado en vísperas del decisivo año 1936 una fuerza de 3.000 militantes. Esto cambiaría drásticamente en los meses posteriores.
El fascismo y el frente popular
Aunque en el terreno de la táctica, el PCE había dado un giro muy positivo, abriéndose al movimiento de masas y participando en su seno, desde el punto de vista de los principios y del programa había dado un retroceso terrible, siguiendo la estela de la Internacional Comunista estalinizada. La clase obrera española lo pagaría muy caro.
Dentro del movimiento obrero, el PCE se situaba ahora en la derecha, en relación a los socialistas de izquierda de Largo Caballero y a la CNT anarcosindicalista. Su idea machacona era que había que formar una alianza amplia con la pequeña burguesía y los sectores “democráticos” de la burguesía para frenar al fascismo, y que sólo después en un plazo indeterminado se darían las condiciones para ir al socialismo. La falsedad central de esta política era muy clara. El fascismo no era una ocurrencia de un grupo enloquecido al margen de la sociedad. Era una creación de la burguesía en aquellos países donde las tensiones sociales impedían un funcionamiento normal de la democracia burguesa y donde la propia existencia del movimiento obrero organizado era una amenaza para la clase dominante, ya que la profundidad de la crisis capitalista no dejaba otro margen a las masas trabajadoras que el de la lucha revolucionaria. Por tanto, era una cuestión de supervivencia para el capitalismo aplastar a las organizaciones obreras por medio del fascismo allí donde la situación lo requería. Tal fue lo sucedido antes en Italia, Alemania y Austria, y ahora le tocaba el turno a España.
En realidad, la política dictada por Moscú era la mejor aliada del fascismo y de su avance. Al frenar y frustrar la energía revolucionaria de la clase obrera, eso la conducía a la parálisis y la frustración, y creaba las mejores condiciones para que los fascistas acumularan apoyo en la pequeña burguesía, que entonces contaba con una base de masas en todos los países, en el grado suficiente para dar un golpe e instaurar su dictadura con el apoyo del aparato del Estado. El fascismo era la forma que adquiría la dominación de la burguesía en aquella época y por tanto sólo a través de la revolución socialista internacional se podía terminar con el fascismo, al mismo tiempo que con su progenitor, el sistema capitalista.
Paradójicamente, el PCE se convirtió en una atracción para una capa recién incorporada de la juventud obrera, ya que ostentaba el estandarte de la hoz y el martillo y aparecía con la bandera de la Revolución de Octubre y de Lenin. Para el militante comunista honesto, las disquisiciones programáticas y teóricas de sus dirigentes se le aparecían simplemente como tácticas inteligentes a fin de alcanzar de un modo más seguro el socialismo. Esto se vio reforzado con la fusión formal de las JJSS y la Juventud Comunista (en realidad, la minúscula Juventud Comunista absorbió a las JJSS), formando la Juventud Socialista Unificada (JSU) que aportó al PCE, de la noche a la mañana, unos 30.000 militantes, dándole una base de masas de la que carecía, por primera vez en sus 15 años de historia.
El PCE en vísperas de la tormenta
El Frente Popular, conformado a comienzos de 1936, se amoldaba perfectamente a la política dictada por Moscú. Suscrito por toda la izquierda española, su programa no pasaba de ser reformista y timorato y no incorporaba ni una sola reivindicación de carácter socialista. No incluía siquiera la expropiación de los terratenientes y la entrega de la tierra a las comunidades campesinas, y mucho menos la nacionalización de los bancos. Hasta la propuesta del PSOE de instituir un subsidio de desempleo fue rechazada. La dirección política del Frente Popular y el futuro gobierno que tomaría posesión a fines de febrero de 1936 fueron entregados a los republicanos pequeñoburgueses cobardes de Azaña y Martínez Barrio.
La dirección del PCE reconocía incluso que este programa ni siquiera alcanzaba para los objetivos de la revolución democrático-burguesa, que fijaba como la primera etapa de la revolución. Así, durante la campaña electoral, José Díaz afirmaba:
“Hay un programa mínimo, que debe realizarse desde el Gobierno, entendedlo bien, y cuya realización creará las condiciones para el desarrollo ulterior de la Revolución democrático-burguesa en España.” (Discurso en el Salón Guerrero, Madrid. 9 de febrero de 1936
Pero la clase trabajadora, que había aprendido de la experiencia de 1931-1933, se había fijado otros objetivos. Sintiéndose estimulada por la victoria electoral del Frente Popular no esperó a la toma de posesión del gobierno para sacar a los presos políticos de las cárceles y reinstalar a los obreros despedidos por tomar parte en la huelga general revolucionaria de octubre del 34 que se saldó con una dura derrota, particularmente en Asturias. Los campesinos tomaban la tierra. Una huelga general se sucedía a otra huelga general, a nivel de sector, de comarca y de región.
Y no obstante, tras las elecciones, la dirección del PCE seguía limitando su política a los límites estrictos del capitalismo, recomendando cautela a las masas:
“Ante todo, es preciso marchar cautamente y no dejarse llevar por optimismos exagerados. Es preciso analizar por qué hemos triunfado, qué es lo que hemos conquistado hasta ahora y cuál debe ser nuestra táctica y nuestra forma de organización para consolidar el triunfo actual y desarrollar la revolución democrático-burguesa hasta el fin.” (José Díaz, Discurso pronunciado en el Teatro Barbieri de Madrid, 23 de febrero de 1936)
La impotencia de la política del PCE, como la del PSOE, era que mientras señalaban correctamente algunas de las tareas democráticas y sociales que debía emprender el gobierno de Azaña-Martínez Barrio: expropiación de la tierra, abolir los privilegios de la Iglesia, depurar el ejército, derecho de autodeterminación para Catalunya, Euskadi y Galicia, subir los salarios, etc., se lamentaban de la lentitud y cobardía del gobierno para cumplir incluso el raquítico programa del Frente Popular, pero aun así llamaban al mismo tiempo a confiar en aquél. La alternativa pasaba por romper con los republicanos burgueses y formar un auténtico gobierno obrero apoyado en el PSOE, el PCE y el POUM con el apoyo exterior de la CNT y la UGT y la movilización activa de las masas obreras y campesinas a través de comités obreros y campesinos en el campo y la ciudad. La experiencia en Rusia demostró que llevar a cabo las tareas democrático-burguesas pendientes sólo podía hacerse con medidas socialistas de expropiación y control obrero, pero ese era un límite infranqueable para los dirigentes del PCE y del PSOE.
La reacción, mientras tanto, preparaba el golpe a la luz del día sin que el gobierno de Azaña tomara ninguna medida para atajarlo, sin detener a los conspiradores y dejándoles con mando de tropa en el Ejército y la Guardia Civil. Incapaz de oponer un movimiento de masas fascista en la calle contra la clase obrera, como sí sucedió en Italia y Alemania, los capitalistas y terratenientes se lo jugaron todo con un golpe de Estado.
La guerra civil: revolución y contrarrevolución
El golpe de Estado del 18 de julio fue un fracaso, técnicamente. Sólo triunfó en un tercio del territorio nacional, fundamentalmente en las zonas rurales y más atrasadas políticamente. Y en las grandes ciudades donde triunfó, como Sevilla, Zaragoza, Córdoba o Granada, lo hizo por la cobardía de los gobernadores civiles y alcaldes republicanos que se negaron a distribuir armas entre los trabajadores que las exigían, y la falta de previsión y decisión de las direcciones obreras, claramente del PCE en el caso de Sevilla y de la CNT en el caso de Zaragoza.
Pero la otra cara es que el inicio de la contrarrevolución fascista fue respondido por la más poderosa revolución social, en la zona republicana, que jamás se haya conocido en la historia española. Los obreros tomaron las fábricas, los campesinos tomaron la tierra, la Iglesia fue abolida y sus propiedades requisadas, el Estado burgués fue demolido y el Ejército y la Guardia Civil quedaron desarticulados, los obreros formaron sus propias milicias y patrullas de control.
Tras el golpe militar del 18 de julio y el inicio de la guerra civil, el PCE fue el más firme opositor del proceso de revolución social que se inició en la España republicana, junto a los partidos burgueses republicanos: los republicanos de Azaña, el PNV y la Esquerra Republicana de Companys en Catalunya.
“Es totalmente falso —declaró Jesús Hernández, editor de Mundo Obrero (6 de agosto de 1936)— que el objetivo de esta movilización obrera sea la instauración de una dictadura proletaria al final de la guerra. No puede decirse que tengamos un motivo social para participar en la guerra. Los comunistas somos los primeros en repudiar semejante suposición. Nos motiva únicamente el deseo de defender la república democrática”.
El secretario general, José Díaz, declaró ante la sesión plenaria del Comité Central del 5 de marzo de 1937:
“Si al principio los intentos prematuros de ‘socialización’ y ‘colectivización’, resultado de una concepción poco clara del carácter de la presente lucha, podrían haberse justificado en razón de que los grandes terratenientes e industriales habían abandonado sus tierras y fábricas, y había que continuar con la producción a toda costa, ahora no se justifican en modo alguno. En la actualidad, habiendo un gobierno del Frente Popular en el que están representadas todas las fuerzas que luchan contra el fascismo, tales cosas no sólo no son deseables, sino absolutamente intolerables”.
De esta manera, la dirección del PCE colaboró con el ala proburguesa del campo republicano para minar las conquistas revolucionarias.
La posición del PCE estaba determinada por los intereses de la burocracia estalinista de Moscú, una costra parasitaria, conservadora y nacionalista que había perdido toda confianza en la revolución socialista internacional, y quería vivir en buena vecindad con las potencias imperialistas «democráticas». La revolución española le parecía un inconveniente molesto, y quería mostrar sus buenos oficios ante las grandes potencias demostrándoles que podían ser útiles desactivando la revolución. En la práctica, el PCE perdió cualquier atisbo de independencia política y organizativa y fue tomado de facto por los emisarios de Moscú, como Palmiro Togliatti, Alexander Orlov y Vittorio Codovilla
Mientras que el “ala izquierda” de la Revolución (CNT, POUM, Largo Caballero) vacilaba y le faltaba confianza para llevar la revolución haca adelante, el “ala derecha” tenía muy claras sus tareas: desarmar y disolver las milicias obreras, terminar con el control obrero y devolver las propiedades a sus dueños o ponerlas bajo el control de funcionarios del Estado, además de calumniar y encarcelar a los elementos revolucionarios.
Esto tuvo consecuencias dramáticas. Al minar la revolución, se minó con ello el espíritu revolucionario y de combate de las masas en la zona republicana, que habían hecho prodigios de heroísmo en las primeras semanas de la guerra civil, lo que finalmente las condujo a la pasividad y a la desmoralización. Desde el punto de vista de la fuerza militar y de la calidad de los oficiales al mando, el campo franquista era imbatible. Como en la guerra civil rusa de 1918-1920 esas carencias sólo podían ser suplidas exitosamente con el avance y la profundización de la revolución socialista en marcha. Al final, la política antirrevolucionaria del “ala derecha” del campo republicano condujo directamente a la derrota militar republicana.
La paradoja fue que al final, tras hacer el trabajo sucio, el propio PCE fue traicionado por sus aliados republicanos burgueses y los socialistas de derecha, que dieron un golpe de Estado en Madrid en marzo de 1939 (el “Golpe de Casado”) y lanzó su represión contra el partido para negociar un acuerdo y entregar Madrid a Franco.
Esta fue la recompensa recibida por el PCE por colaborar lealmente con la burguesía «progresista». Por supuesto, los militantes de base del PCE –que lucharon valientemente contra el fascismo– no tenían responsabilidad por las políticas de sus dirigentes, que siguieron ciegamente los dictados de Stalin y de la burocracia de Moscú. Al final, fueron los trabajadores y la base obrera del PCE quienes pagaron el precio por estas traiciones, inducidos como fueron por sus dirigentes a participar de esta política en la falsa creencia que era una vía, más a largo plazo pero más segura, hacia el socialismo.
Los primeros años de la posguerra
Tras la guerra, miles de militantes comunistas darían con sus huesos en las lúgubres prisiones franquistas, serían fusilados o escaparían al exilio.
La dirección del PCE se refugió en Francia y la URSS. Su secretario general, José Díaz, murió en Tiflis (capital de la actual Georgia) en marzo de 1942, aparentemente suicidándose tras arrojarse por una ventana, una muerte que siempre ha estado sumida en el misterio. Algunos historiadores, como Hugh Thomas (Historia de la guerra civil española (1976), Círculo de Lectores, págs. 703 y 759)., sugieren que se opuso a la idea de secuestrar y asesinar a Andreu Nin, el dirigente del POUM, y que acusó a los representantes de la Comintern de actuar «como agentes extranjeros».
A la muerte de Díaz, fue nombrada secretaria general, La Pasionaria, quien permaneció en el cargo hasta 1960.
Una muestra del servilismo de los PCs de todo mundo por aquellas fechas frente a la camarilla de Moscú, fue la política seguida durante la Segunda Guerra Mundial, como la aceptación sin crítica del infame Pacto Ribbentrop-Mólotov entre la URSS y la Alemania nazi. Para no indisponer a Hitler al estallar la guerra mundial, los PCs recibieron la orden de mantener una neutralidad entre ambos bandos. Así, en un manifiesto firmado por José Díaz y la Pasionaria en septiembre de 1939, se decía:
«La guerra europea actual no tiene nada de común con la guerra justa, con la guerra de independencia nacional que llevaron los obreros, los campesinos, las masas populares de España contra la reacción interior e internacional. La guerra europea actual es una guerra imperialista, guerra dirigida contra los intereses de la clase obrera, de los trabajadores y los pueblos. Es una guerra entre dos bandos imperialistas por la dominación del mundo». (La guerra justa de España y la guerra imperialista (Manifiesto del P.C. de España), 1939, citado en Ramos Díaz-Astrain, Xavier María, «El PCE y la política exterior de Franco: oposición y alternativa», en Las huellas del franquismo: pasado y presente, ed. Comares, marzo de 2019, capítulo 22, p. 434.)
Esta caracterización de la guerra dio un giro de 180º tras la invasión de la URSS por el ejército alemán, y los Partidos Comunistas se pusieron al frente del movimiento de resistencia contra el fascismo en toda Europa. En España, el PCE quiso reproducir esta política formando grupos guerrilleros, el llamado maquis, con la esperanza de que con la derrota de Hitler hubiese una intervención “aliada” en España, cosa que finalmente no se produjo.
El partido decidió abandonar la vía guerrillera en 1948, tras el fracaso en 1944 de la invasión del Valle de Arán, las disensiones internas que desencadenaron una purga, y el inicio de la “guerra fría”.
La heroica lucha contra la dictadura
El PCE fue el único partido de oposición que construyó y estructuró una organización clandestina capaz no solo de resistir la represión franquista sino de echar raíces en la clase obrera y la juventud y articular el principal frente opositor al régimen franquista.
El PCE realizó un trabajo clandestino sistemático durante la dictadura por medio de valerosos y curtidos cuadros, muchos de los cuales tenían a sus espaldas la experiencia de la Guerra Civil, encarcelamientos y torturas. Eran militantes abnegados para quienes «el Partido» constituía la razón vital de su existencia. Por su actividad, el PCE brindó numerosos mártires a la causa de la lucha contra la dictadura y, merecidamente, se convirtió en una auténtica obsesión para el régimen franquista. Y no era otro sino el ideal comunista, el horizonte socialista, lo que alimentaba el espíritu de combate de sus militantes.
Sin embargo, como ya vimos, hacía décadas que los dirigentes del PCE habían caído políticamente bajo la influencia del estalinismo, abandonando en la práctica el programa del marxismo. Sus posiciones políticas correspondían más a las de una organización socialdemócrata, reformista, aunque esto no era evidente para la mayor parte de sus activistas, sobre los cuales la dirección del partido ejercía una autoridad muy grande.
Ya a mediados de los años 50 la dirección de Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri («La «Pasionaria») abogaba abiertamente por la «reconciliación nacional» y apostaba por alcanzar un acuerdo con monárquicos y sectores “liberales” del franquismo «para restablecer las libertades democráticas». Así, en su resolución de junio de 1956, aprobada con motivo del 20º aniversario del comienzo de la Guerra Civil, se decía:
«Existe en todas las capas sociales de nuestro país el deseo de terminar con la artificiosa división de los españoles en «rojos» y «nacionales», para sentirse ciudadanos de España, respetados en sus derechos, garantizados en su vida y libertad, aportando al acervo nacional su esfuerzo y sus conocimientos….
«En la presente situación, y al acercarse el XX aniversario del comienzo de la guerra civil, el Partido Comunista de España declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco». (Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español, declaración del Partido Comunista de España, junio de 1956).3
¡“Artificiosa división entre rojos y nacionales”! Como si no hubiera existido una guerra civil ni una dictadura, ni cientos de miles de asesinados, presos, torturados ni exiliados. La dirección del PCE estaba dispuesta a olvidar y perdonar todo esto en aras de una supuesta “reconciliación nacional” donde los asesinos, torturadores y opresores siguieran disfrutando de sus privilegios y de los frutos de sus crímenes sin ser molestados ¿Puede sorprenderle a alguien que fuera ésta, exactamente, la política seguida por Carrillo y la dirección del PCE en la Transición, veinte años más tarde? A quienes repiten constantemente que las heroicas luchas de la Transición no pudieron arrancar una república, libertades democráticas avanzadas, por no mencionar el socialismo, debido a “la desfavorable correlación de fuerzas” les decimos que mienten descaradamente o son simples charlatanes, porque el resultado de la Transición fue el objetivo consciente para el que se preparaba la dirección del PCE desde 20 años antes, independientemente de cuál fuera la auténtica correlación de fuerzas.
Lo que vemos aquí es una continuación de las políticas nefastas de los años 30. Los dirigentes del PCE jamás saldaron cuentas con su pasado estalinista tras el final de la guerra, y sus militantes nunca pudieron acceder al tesoro de los análisis de la Oposición de Izquierdas y de León Trotsky sobre la degeneración de la URSS, porque eran anatema dentro del partido. Cierto es que también era difícil oponer argumentos políticos áridos y grises, por muy correctos que fueran, al verdor y el frenesí de hechos indiscutibles que tenían enorme significación para los militantes comunistas: la URSS podía exhibir su aplastante victoria militar contra Hitler y sus avances sociales incuestionables, y el llamado “socialismo real” se extendía a toda Europa del Este y más tarde a China, Cuba y otros países.
Ahora bien, hoy la URSS no existe, ni el mal llamado “socialismo real” en Europa del Este ni China. Sus dirigentes se pasaron al capitalismo ¿Qué tienen que decir ahora quienes justificaron estos regímenes durante 50 años? Ya es hora de volver a Trotsky y a los genuinos continuadores del leninismo para encontrar una explicación coherente a todo esto y retomar la lucha por el socialismo mundial.
El “eurocomunismo”
En el VI Congreso, a comienzos de 1960, Santiago Carrillo fue elegido secretario general del PCE, en sustitución de La Pasionaria. Carrillo ya ejercía el control del trabajo del partido en España.
A mediados de los años 60, la dirección carrillista se propuso seguir la estela del Partido Comunista Italiano, y marcar distancias con la URSS para tratar de mostrar sus credenciales “democráticas” en Occidente. Esto se concretará en 1968 con la condena de la invasión soviética de Checoslovaquia. Se esboza así la política del llamado “eurocomunismo”, que no era más que una forma nueva de presentar su política socialdemócrata.
El PCE llegaba al final de la dictadura como el partido más fuerte e influyente del movimiento obrero, agrupando al sector de trabajadores más luchador y combativo. Se estima que alcanzaba los 150.000 militantes en el momento de su legalización. Su papel dirigente en CCOO, además de asegurarle el control de los batallones pesados de la clase obrera agrupados en las fábricas más grandes e importantes, le permitía al PCE ganar militantes e influencia. Además, su actuación destacada en la lucha de los barrios obreros para mejorar las condiciones de vida de los mismos, por medio de la creación de las Asociaciones de Vecinos, también le procuraba una gran autoridad.
También tuvo una influencia decisiva en la Universidad, donde ya desde mediados de los años 50 se atrajo el apoyo de jóvenes de clase media, e incluso de hijos de antiguos jerifaltes falangistas, como el filósofo Manuel Sacristán, el escritor Fernando Sánchez Dragó o el que llegó a ser “número dos” del partido en los años 70, Ramón Tamames. Estos dos últimos, se reconciliarían con su clase y con el anticomunismo familiar décadas más tarde.
La Transición 4
Digan lo que digan, la verdad fue que en los años 70 la correlación de fuerzas era completamente favorable para la clase obrera española y para la lucha por la república y el socialismo. Los trabajadores protagonizaban huelgas y luchas heroicas, el aparato del Estado estaba lleno de fisuras y dividido (surgimiento de la Unión Militar Democrática, por ejemplo), la base de la Iglesia se orientaba hacia la izquierda, todas las luchas parciales (cuestión nacional vasca y catalana, derechos de la mujer, vecinales, etc.) basculaban alrededor de la clase obrera y de un cambio radical de sociedad, la monarquía borbónica carecía de apoyo social, etc.
En el fondo, no importa cuán favorable sea la correlación de fuerzas si quienes se encuentran al frente del movimiento encuentran mil y una excusas para frenarlo y abortarlo. Como explicó Trotsky:
«La revolución tiene un inmenso poder de improvisación, pero no improvisa jamás nada de bueno para los fatalistas, los expectantes y los imbéciles. La victoria viene de una evaluación política justa, de una organización correcta y de la voluntad para descargar el golpe decisivo» (¿Es posible fijar un horario para la revolución? Septiembre 1923).
Al final, fue la política de “pactos y consensos” de Carrillo y Felipe González la que descarriló el proceso revolucionario en marcha y permitió dar a luz a ese aborto llamado la Transición Democrática.
Cuando las masacres de obreros en Vitoria (marzo de 1976) y la matanza de Atocha (Enero de 1977) crearon condiciones únicas para la convocatoria de una huelga general indefinida hasta hacer caer al régimen, la dirección del PCE llamó a la calma y paralizó la lucha obrera todo lo que pudo. El 15 de abril de 1977, a los pocos días de su legalización, el Comité central del PCE aceptó la bandera monárquica y la monarquía borbónica, adelantándose en esto al propio PSOE. También renunció al derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas: «España es una realidad histórica que defenderemos, y al mantener el derecho a la diversidad, defenderemos la unidad de nuestra Patria común.»5
Una muestra del carácter antidemocrático del proceso constituyente que pactaron los dirigentes de la izquierda con el viejo régimen fueron las propias elecciones constituyentes de junio de 1977. Pese a que se impidió votar a los jóvenes de 18 a 21 años y a los emigrantes, la izquierda derrotó a la derecha pero ¡ay! los franquistas y exfranquistas de la UCD y la Alianza Popular obtuvieron el 52% de los escaños con sólo el 42,5% de los votos. O sea, los herederos del régimen franquista, con menos votos, tuvieron mayoría absoluta para imponer “su” Constitución de 1978. Este simple y único dato es suficiente para desautorizar este engendro del Régimen del 78. Y los dirigentes del PCE y del PSOE avalaron este fraude antidemocrático.
Los dirigentes del PCE se creían muy astutos con que esta política de moderación impulsaría su apoyo popular. La realidad fue exactamente la contraria.
A partir de 1978, las divisiones que ya existían con anterioridad continuaron profundizándose cuando el PCE dejó de considerarse “marxista-leninista” para pasar a definirse como marxista revolucionario.
La deriva entreguista de Carrillo encontró su mayor oposición en Catalunya donde las tesis “prosoviéticas” ganaron la mayoría a comienzos de 1981. Esto culminó durante ese año en la purga de este ala, que se escindió para formar el Partido de los Comunistas de Catalunya (PCC). El PCC formó en 1984, junto a otros sectores escindidos del PCE liderados por Ignacio Gallego, el Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE), una organización neoestalinista que terminó reducida a un grupo residual.
Toda esta época, hasta mediados de los años 80, fue una retahíla de crisis internas con escisiones y expulsiones a izquierda y derecha, sobre todo a partir del desastre electoral de 1982, donde el PCE sólo consiguió 4 diputados y alrededor del 4% de los votos.
Desde entonces el PCE (y luego a través de Izquierda Unida) ha conocido periodos alternativos de radicalización a la izquierda y de moderación a la derecha, con momentos de auge (como a mediados de los años 90 con Julio Anguita, quien tuvo el mérito de recuperar la idea de la lucha por la República por el partido) y períodos de retroceso, como el que vive ahora, pero nunca pudo recuperarse de su debacle.
El partido que alcanzó los 201.000 militantes en 1978, apenas alcanza hoy la cifra de 8.000 miembros.
Conclusiones
Al final, el PCE pagó un precio terrible por esta traición a las expectativas populares por un cambio de sociedad en los años 70. Su voto se redujo al mínimo, apareciendo su programa casi indistinguible del PSOE, y hoy es el día en que permanece semioculto dentro de Izquierda Unida y de Unidas Podemos. El que fuera una vez un partido temido y respetado por sus enemigos quedó reducido a una sombra de lo que fue. El partido que llegó a sacar un periódico diario ahora encuentra graves dificultades para pagar las facturas de su sede central en Madrid. Su otrora poderoso Secretario General, Santiago Carrillo, terminó abjurando del comunismo y de la Revolución Rusa, para acabar en la órbita del PSOE social-liberal de Felipe González. Y, pese a todo, el partido existe, sostenido por el esfuerzo militante de sus activistas.
Pese a lo que afirmen los malos agoreros, la hoz y el martillo, las ideas del comunismo y las banderas de la Revolución rusa de 1917 siguen atrayendo a una generación tras otra de obreros y jóvenes. El capitalismo se encuentra en la mayor crisis de su historia, a todos los niveles, y las ideas del comunismo genuino vuelven a aparecer como una referencia para transformar la sociedad.
Lo que se necesita, ahora que se cumple su centenario, es una reevaluación honesta de toda la historia del PCE, con sus luces y sus sombras, no para agitar ningún dedo acusador sino para sacar lecciones y volver a encauzar el partido por la senda de Lenin y del marxismo revolucionario. De lo que se trata es de reconducir al PCE hacía la lucha coherente por la república democrática y el socialismo, un empeño que contaría no sólo con el entusiasmo de sus militantes y simpatizantes, sino con el de millones de trabajadores y jóvenes de todo el Estado.
1 Para profundizar en esta cuestión: http://luchadeclases.org/historia/51-la-urss-y-el-estalinismo.html
2 Para profundizar en el conocimiento de los años 30 en España: http://luchadeclases.org/historia/48-la-revolucion-espanola.html
4 Para profundizar en el conocimiento de la Transición: http://luchadeclases.org/historia/53-el-franquismo-y-la-transicion.html
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